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Sentència 18 - 11 - 1970
PRUEBA DE LA REGIONALIDAD. INTERCESIÓN DE LA MUJER. (Sentencia del Juzgado Municipal n.° 9 de Barcelona)

 

Considerandos de la sentencia

Considerando: Que de las manifestaciones hechas por las partes en los distintos escritos impulsores del procedimiento, así como del conjunto de la prueba aportada, en especial la documental de la actora — cuya autenticidad la demandada reconoce — han de sentarse como hechos demostrativos que, como tales, se estiman probados: 1.º Como consecuencia de determinadas irregularidades comerciales cometidas por el hijo de dicha demandada, ésta, reconociendo la existencia de una deuda pendiente por parte de aquel hijo con don L. G. J., llega a un acuerdo con este último, firmando al efecto en 4 de febrero de 1970 un documento en el que se declara «deudora solidaria» de dicha deuda, «haciéndole entrega en pago en el propio acto de nueve letras de cambio de cinco mil pesetas cada una y una última de siete mil, vencimientos los días 30 de cada mes, a partir del mes de marzo del citado año»; comprometiéndose, además, a retirarlas a sus respectivos vencimientos del despacho del hoy actor, con la particularidad de que en caso de incumplimiento de esa obligación se autorizaba a dejar sin efecto el aplazamiento solicitado, haciéndose cargo de cuantos gastos ocasionase su reclamación al referido señor G. o al que resultare tenedor de dichas letras; 2° De todas esas letras aceptadas, la demandada abonó a su vencimiento la primera de ellas, no haciéndolo de las restantes por entender no estaba obligada a ello en conciencia, y porque «incluso — son los términos literales que emplea en su escrito del 7 de agosto — de ser cierto lo que se expone en el hecho primero de la demanda, bastaría con remitirse al artículo 321 de la Compilación del Derecho Catalán, según el cual la mujer no queda obligada a virtud de fianza o intercesión por otro»; 3° A pesar de reconocerse por el actor, y ser admitido por la repetida demandada, que ésta tiene su domicilio en esta ciudad, ni aquél afirma ni éste aporta prueba alguna de su regionalidad catalana; 4° El actor ejercita la acción basándose en su condición de tenedor de las cambiales impagadas, que no fueron en su día protestadas; 5° No aparece en los autos acreditada la condición de comerciante de la deudora;

Que teniendo el actor la condición de tenedor de las cambiales cuyo importe se reclama, la excepción de falta de legitimación activa debe ser rechazada;

Que reconocida por la demandada, según hemos visto, el acepto de las cambiales así como la autenticidad del documento causal que motivó su libramiento, es obvio que, en principio, la obligación de pagarlas a su vencimiento no debiera ofrecer duda, visto lo que se dispone en los artículos 480 y 468 del Código de Comercio;

Que sin embargo, ante la alegación por parte de dicha demandada en su favor del artículo 321 de la Compilación del Derecho Civil especial de Cataluña en cuanto dispone expresamente que la mujer no quedará obligada en virtud de fianza o intercesión por otro, es necesario, antes de decidir sobre aquella obligación de pago, precisar, en primer término, cuál sea la naturaleza jurídica del contrato llevado a cabo por las partes; y, en segundo lugar, si debe entenderse comprendido en dicho artículo 321 de la Compilación, o se opone a ello alguna de las excepciones que se prevén en el mismo;

Que los términos en que aparece concebido el contrato de 4 de febrero de 1970, y que nosotros hemos transcrito en el primer considerando de esta Sentencia, permiten afirmar que lo que los contratantes quisieron en una primera fase llevar a cabo, no fue, en realidad, una fianza, sino la figura que se conoce con el nombre de «asunción acumulativa o de refuerzo» porque, como cuidan de precisar las Sentencias del Tribunal Supremo de 27 de enero de 1905 y de 28 de septiembre de 1960 —en especial esta última— «el que se adhiere a la deuda la asume como propia, queriendo, por tanto, responder junto al deudor, pero independientemente de la deuda de éste; mientras en la fianza «el fiador asume la responsabilidad por la deuda ajena, queriendo responder del cumplimiento por la deuda del deudor principal, o sea, contraer una obligación que depende constantemente de la existencia de la obligación principal»;

Que al no tener, por lo dicho, el contrato celebrado la conceptuación de una fianza, resulta incuestionable que no puede estar protegida la demandada por el artículo 321 de la Compilación en cuanto esta figura jurídica, debiendo, por tanto, examinar este juzgador si cabe su encaje en la de la «intercesión», a la que aquel precepto extiende su ámbito;

Que para resolver tan trascendental problema, así como en los que en los sucesivos razonamientos se irán exponiendo, es preciso puntualizar — aunque ello sea de dominio público — que el tan citado artículo 321 de la Compilación no es más que un trasplante a la misma de lo que ya se reconocía en el Senado Consulto Veleyano del año 46 de C. m. que basándose en la debilidad y ligereza de las mujeres (la «imbecilitas sexus» del derecho romano) y en que la «intercessió», este «officium virili» le prohibía interceder —como dice un ilustre romanista— sea prestando garantías reales o personales u obligándose in solidum, sea colocándose en el puesto del deudor cuya obligación se extingue, sea, en fin, obligándose «ab initio» en propia cabeza, para que no se obligue otra persona, que se beneficia, sin embargo, del contrato; concepto este que, como podrá advertirse, engloba todo acto en virtud del cual una persona responde voluntariamente de la deuda de otra y, por tanto, también, la asunción acumulativa objeto del contrato de autos;

Que ya encajado el contrato discutido en la figura de la «intercessió» procede ahora a examinar, si partiendo de los hechos que se estiman probados, debe ser aplicada la excepción del artículo 321 de la Compilación de Cataluña, absolviendo, en consecuencia, a la demandada de la pretensión ejercitada en la demanda;

Que para que opere el reiterado artículo 321 es preciso, partiendo siempre da la existencia de la fianza o la intercesión a que la mujer se hubiere obligado, que se den los siguientes requisitos: 1.º Que la mujer no haya renunciado de modo expreso al beneficio que se le concede; 2. º Que no afianzare o intercediere mediante remuneración o compensación proporcionada; 3. º Que no ejerciere el comercio; 4° Que no hubiere obrado con dolo; 5° que después del afianzamiento no llegare a ser deudora principal de la obligación; y 6° Que, naturalmente, tenga la regionalidad catalana;

Que los anteriores requisitos deben ser exigidos con todo rigor, no sólo por constituir el beneficio que se concede una excepción al principio general consagrado en el derecho común, sino también por tratarse de algo anacrónico y en contradicción con el espíritu de la independencia de la mujer que se observa en la misma Compilación y con igualdad de derecho o equiparación al varón, eliminando toda desigualdad por razón del sexo, que se ha plasmado tanto en el ámbito del derecho público como en el del derecho privado, en recientes disposiciones dictatadas por el poder público;

Que en otro orden de ideas, debe recordarse también, de acuerdo con lo que dispone el párrafo 2.º del artículo 1.º de dicha Compilación, que para interpretar sus preceptos se ha de tomar en consideración «la tradición jurídica catalana», encarnada en las antiguas leyes, costumbres y doctrina de que aquellos se derivan»;
Que atendiendo a los hechos demostrativos que se han estimado probados, no puede ofrecer duda que se han cumplido en el caso de autos los requisitos señalados en los número 1, 2 y 3 del considerando noveno de esta sentencia;

Que para poder decidir, en cambio, si en el supuesto discutido, existió o no dolo en el obrar de la demandada, hay que partir del concepto de tal en el derecho romano, y a tal efecto la ley 30 del Título Primero del Libro 16 del Digesto, que se ocupa del Senadoconsulto Veleyano dice textualmente, en su traducción correspondiente, «que si la mujer fuera fiadora de alguno con intención de engañar, o sabiendo que ella no estaba obligada no se da la excepción» («decipiendi animo vel cum sciret se non tenerit») y la Ley I, del Título Tercero del Libro 4 del mismo Digesto afirma «sobre las cosas que se diga que han sido hechas con dolo malo, si pareciese que hay justa causa», dará acción en defecto de otra;

Que este amplio concepto del dolo, que casi se acerca al principio de la buena fe, resulta de aplicación al modo de proceder de la demandada, si advertimos: 1.º Que ha de presumirse con carácter general, sobre todo después de promulgada la compilación de Cataluña, que lo dispuesto en sus preceptos — y concretamente en el 321 discutido — es conocido por todos los afectados, si queremos ser consecuentes con el principio de que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento; 2.º Que no existe en autos prueba alguna que revele que la demandada la desconocía al pactar el beneficio, poniendo de manifiesto, por el contrario, en todos sus actos, un afán de salir, como fuere, responsable para satisfacer la deuda de su hijo, sustituyéndole prácticamente y evitando que se actuase contra él por las irregularidades cometidas; y una demostración de ello son los términos literales del contrato, reveladores de su angustia, el pago de la primera letra vencida sin oposición y, posteriormente, al negarse a abonar las demás cambiales, aun en el supuesto de que «en conciencia» no debía un sólo céntimo y que aun en el supuesto de ser cierta la deuda y la causa que la hubiera ocasionado, tenía en su apoyo el artículo 321 de la Compilación; ello aparte de la posible influencia que pudiera haber ejercido sobre el causante del actor al haberle dejado creer que ejercía el comercio en esta ciudad e incluso tenía comercio abierto en el número 129 de la R. C, lo que no pudo ser probado;

Que tampoco el quinto de los requisitos enumerados en el considerando noveno se cumple realmente, porque si en la primera fase de la contratación la demandada asumió la deuda declarándose deudora solidaria de su hijo, es lo cierto que al llegar al vencimiento de las cambiales e incluso al pagar la primera de ellas se convirtió en deudora, sin posibilidad siquiera, dada la naturaleza de aquellas letras y de su posible carácter abstracto en relación a terceros tenedores, de oponer excepción alguna, salvo la de falsedad de la aceptación (artículo 480 del Código de Comercio); y ello, porque, como cuida de resaltar la doctrina, lo característico de la «causa intercedente» es la vinculación de bienes respecto de una obligación, no su desembolso efectivo suponiendo siempre que la disminución efectiva del activo propio es eventual e hipotética, ya que depende de que la obligación se incumpla (si es ajena) o de que un tercero no se anticipe a cumplirla o provea al deudor de los medios para hacerlo, o en general, se extinga por procedimientos que no repercutan negativamente sobre el patrimonio del deudor (si es propio);

Que a mayor abundamiento, tampoco la demandada ha aportado prueba alguna que demuestre su condición de catalana y pueda, por tanto acogerse a los beneficios de la compilación; prueba que debiera efectuar porque a ella correspondía exclusivamente a tenor de lo dispuesto con carácter general en el artículo 1.214 del Código Civil y Jurisprudencia reiterada.


Concordances:


Comentari

XAVIER ANDREU RAMI - TERESA CERVELLÓ NADAL - IGNACIO DAVI ARMENGOL - CARLOS F. FONT AUSIÓ - LUIS TREPAT CARBONELL (Ponents del Seminari de la Càtedra Duran i Bas)

COMENTARIO La sentencia cuyos considerandos han sido objeto de transcripción plantea varias cuestiones interesantes. En las notas que siguen intentaremos exponer someramente algunas ideas que nos sugiere dicha resolución. I. EN TORNO A LA PRUEBA DE LA REGIONALIDAD Nos parece conveniente examinar en primer lugar este tema, pese a que en la sentencia se alude a él en último extremo, y aún, en apariencia, un tanto incidentalmente (véanse considerandos 1° —apartado 3.°— y 16.°). En realidad, se trata del primer punto a resolver, puesto que si se concluye —como lo hace la sentencia— que en defecto de dicha prueba no es aplicable al caso la Ley catalana, las ulteriores disquisiciones en torno al artículo 321 de la Compilación tan sólo podrán aportar criterios subsidiarios encaminados a reforzar el fallo; pero no a decidirlo. El breve planteamiento que en la sentencia se hace se halla presidido por el criterio tradicional de que la regionalidad o vecindad civil se asimila, a efectos probatorios, a una cuestión de hecho. Aunque por nuestra parte no compartimos esta posición, vamos, sin embargo, a analizarla. A) Tratamiento de la regionalidad como cuestión de hecho: presunción y prueba de la regionalidad. Ley aplicable en defecto de prueba. En el caso debatido, ninguno de los litigantes aporta prueba de su regionalidad respectiva, aunque sí se admite que la demandada tiene su domicilio en Barcelona (véase considerando 1.°, en su apartado 3.°). Partiendo de este supuesto-base, y recordando en todo momento que estamos manejando la vecindad civil como hecho encaminado a determinar cuál sea la Ley aplicable al caso, para solucionar el problema podrían formularse las siguientes tesis: 1. Que se presuma la regionalidad castellana, con la consiguiente carga de la prueba para quien alegue otra distinta de aquélla; en defecto de prueba, pues, habría que considerar a ambos litigantes sujetos a la indicada vecindad civil. Esta dirección, a la que por desgracia no ha faltado aplicación en la práctica, es, desde luego, inaceptable. Últimamente se ha referido al particular PERÉ RALUY. «Semejante presunción — dice — carece de base legal alguna, ya que se halla en contradicción con el plan de absoluta igualdad en que desde el punto de vista de la adquisición de la vecindad civil coloca a los distintos ordenamientos — el llamado común y los forales — el artículo 15 del C.C. en su versión vigente.» Las palabras transcritas son suficientes. Es ésta, en suma, una de tantas materias en que el Código ha venido a adquirir frecuente e indebidamente una posición privilegiada frente a la de los demás ordenamientos civiles españoles. Desde cualquier punto de vista resulta insostenible, por lo que no le dedicamos mayor atención. 2. Una segunda posibilidad estribaría en presumir —asimismo, salvo prueba en contrario— la regionalidad correspondiente al lugar de residencia. Si bien es cierto que no hay precepto legal que establezca de manera inmediata e inequívoca tal presunción, en opinión del propio PERÉ RALUY «puede deducirse, con absoluta lógica, de la naturaleza misma de las cosas, de razones de probabilidad estadística y de la necesidad de no entorpecer el tráfico jurídico exigiendo probanzas de hechos que estadísticamente hayan de considerarse probables y con altísimo grado de probabilidad». Aceptados tales argumentos, no parecería arriesgado sentar la presunción de que quien se halla domiciliado en un cierto territorio ostenta la vecindad civil correspondiente al mismo, mientras no se pruebe lo contrario. Esta postura es, sin embargo, discutible; determinadas realidades actuales vienen a socavar su mismo fundamento, restándole vigor. Resulta un tanto paradójico que se haya formulado en nuestros días, cuando el transvase humano entre las distintas unidades geográficas es continuo y adquiere a cada momento mayor auge. El obstáculo se agudiza cuando se trata de ciudades, comarcas o regiones que por razones diversas —preferentemente de orden laboral y económico— constituyen centros de atracción de aquellos movimientos demográficos. ¿Hasta qué punto, sabido esto, es consecuente presumir que quien reside en la Cataluña de nuestros días disfruta de la regionalidad catalana? Cierto que las Leyes disponen la adquisición de la vecindad del lugar de residencia, sea a iniciativa del interesado (a partir de los dos años), sea automáticamente (al cabo de los diez años). Pero no olvidemos que la explosión migratoria es fenómeno relativamente reciente; y aún no teniendo a mano datos precisos, creemos poder pensar fundadamente que las probabilidades de error implícitas en la presunción que nos ocupa, aunque más reducidas en términos absolutos que las de acierto, son lo bastante significativas como para hacer poco recomendable aquélla. Cuanto se acaba de decir es válido para las restantes regiones, si bien con variable grado de significación. No existiendo, pues, precepto concreto en que basarse para atribuir presuntamente a las personas la regionalidad de su residencia, y expuestas las razones de índole extralegal que podrían abonar una postura favorable o contraria a la existencia de la indicada presunción, las consecuencias estarán en consonancia con la solución que se adopte: si se acepta la tesis, está claro que en el caso sentenciado sería aplicable la Ley catalana; si aquélla no se estima viable —y esta sería nuestra opinión —, llegamos a un «punto muerto» especialmente interesante, como a continuación se verá. 3. Descartadas las dos presunciones cuya hipotética viabilidad nos hemos planteado, nos encontramos, en efecto, ante una situación que podríamos considerar como totalmente «neutra»: no se ha probado ninguna regionalidad, y ninguna regionalidad se presume. Este impasse se concretaría en una fórmula: la presunción de arregionalidad? o quizá más correctamente, una situación provisional de arregionalidad, consecuencia de no haberse presumido ni probado regionalidad específica alguna. Pero semejante planteamiento resulta asimismo inadmisible, porque pugna con el orden público y porque la situación de arregionalidad, la carencia de vecindad civil, no es posible en nuestro ordenamiento jurídico: ¿cómo presumir, cómo admitir siquiera provisionalmente un hecho que se sabe positivamente falso? Por otro lado, estamos tratando de determinar la vecindad civil porque ésta es la que ha de señalarnos la Ley a aplicar. Si no se ha probado ni se presume vecindad alguna, ¿de qué Derecho se servirá el Juez? Puestos a investigar a quién corresponda la carga de la prueba, ¿qué Ley decidirá quien haya de efectuarla? Hecha esta composición de lugar, el Juez que ejerza su función en Cataluña podrá salvar la situación acudiendo, en primer lugar, al artículo 1.° del Código Civil, poniéndolo en conexión con el artículo 1.° de la Compilación y relacionando ambos con el artículo 6.° del Código. Veámoslo: El artículo 1.° del Código, contenido en su Título preliminar, y por tanto, de general aplicación, determina la territorialidad de las Leyes, las cuales obligan en el territorio para el que se dictan. Por su parte, el artículo 1.° de la Compilación posterior al Código— viene a ordenar que las disposiciones de la misma regirán con preferencia a las del Código. Y el artículo 6.º de este último —inserto asimismo en su Título preliminar— establece para el Juez la obligación de aplicar las Leyes. Se trata, evidentemente, de normas cuyo destinatario principal es el Juez. El Juez, pues, debe aplicar la Ley (art. 6.° C.C.), y precisamente la Ley territorial (art. 1.° C.C.), que para él será la que rija en el lugar donde ejerza su jurisdicción. Por tanto, en Cataluña habrá de aplicar la Ley catalana, y en primer lugar la Compilación (art. l.° Comp., en relación con el art. 12 C.C.). De esta manera queda salvada aquella situación inadmisible a que nos hemos referido más arriba: ya tenemos Ley que aplicar. Pero el problema no está, sin embargo, resuelto. Llegados a este punto, podríamos tomar dos caminos distintos, a saber: pasar a examinar inmediatamente el fondo del asunto, y por consiguiente si los hechos encajan en las previsiones del artículo 321 de la Compilación, o bien optar por considerar que sigue subsistente la cuestión procesal de la carga de la prueba, tratando en tal caso de resolverla con arreglo a la Ley territorial. Examinemos ambos supuestos: a) En primer lugar, podría el Juez pensar que, no presumiéndose ni habiendo sido objeto de prueba por la demandada regionalidad específica alguna, los razonamientos hasta aquí descritos le autorizan para resolver sobre el fondo del asunto con arreglo a la lex fori, quedando por tanto relevado de seguir teniendo en cuenta lo relativo a la regionalidad efectiva de la demandada. En tal caso, habría que pasar a comprobar si los hechos acaecidos son subsumibles en el marco previsto por el artículo 321 de la Compilación. b) Pero adoptando la solución que acabamos de delinear, estaríamos traicionando el punto de partida en que a fines meramente dialécticos nos habíamos colocado, esto es, que la regionalidad se asimila a una cuestión de hecho que ha de ser probada, o al menos presumida, como condición indispensable para la aplicación del ordenamiento civil correlativo a la misma. Asestar los hechos sin más sobre el molde del artículo 321, para comprobar su encaje en este último, equivaldría a una petición de principio: tratándose de una relación obligacional — como sucede en el caso que nos ocupa —, establecer la inmediata beligerancia de dicho precepto implicaría tácitamente presuponer en la demandada la regionalidad catalana, que es a su vez presupuesto de aplicación de dicho artículo 321 conforme a la tesis expuesta. Ello sería inconsecuente con el camino que venimos siguiendo: estamos aplicando el Derecho regional con fines procesales y de manera provisional, precisamente para obtener un criterio que nos permita resolver la cuestión de la prueba. Por todo lo dicho, y si se quisiera ser consecuente, habría que preguntarse qué dispone la Ley territorial en materia de prueba; de lo contrario, estaríamos «escamoteando» olímpicamente la cuestión. Ahora bien: la Compilación guarda silencio sobre este particular. Acudiremos, entonces, a su Derecho supletorio: el Código Civil, y concretamente a su artículo 1.214. Pero recurriremos a él, no como precepto específicamente integrante del Código Civil, sino porque forma parte, por vía de Derecho supletorio, de la lex fori, llamado e incorporado a sí por ésta en el artículo 1.º y Disposición final 2.a de la Compilación. Ya advierten FAUS - CONDOMINES que «... el Derecho civil vigente en Cataluña se integra en primer lugar por la Compilación y en segundo por el Código Civil», y más concretamente por los preceptos de éste que no se opongan a lo dispuesto en aquélla. Aplicaremos, pues, el artículo 1.214 del Código, en tanto en cuanto dicho precepto encarna lo dispuesto por la Ley territorial en materia de prueba respecto del caso que contemplamos. Y según esta tesis, se hace uso de la Ley territorial en materia probatoria porque a ella ha de recurrir el Juez al no constarle ni poder presumir la vecindad civil de la demandada. De dicho artículo 1.214 se deduce, como afirma la Sentencia, la necesidad de que la demandada pruebe su vecindad civil catalana; prueba que ha de efectuar porque versa sobre un hecho que se contempla como imprescindible requisito para la beligerancia del artículo 321 de la Compilación, encaminándose este último a extinguir una obligación que en principio supone válidamente constituida. En suma, la necesidad de probar la regionalidad resultaría ser meramente accidental: Incumbe a la demandada probar los hechos o circunstancias encaminados a la extinción de la obligación, y en este concreto supuesto tal circunstancia se materializa en la aplicabilidad del artículo 321 de la Compilación; aplicabilidad cuya previa condición es la vecindad civil catalana. El proceso lógico seguido puede resumirse así: La vecindad civil se equipara, a efectos procesales probatorios, a una circunstancia de hecho que, como tal, es objeto de prueba o de presunción; no existiendo prueba ni presunción legal de que la demandada ostente determinada regionalidad, el Juez que ejerce su jurisdicción en Cataluña ha de aplicar la Ley territorial catalana en materia de prueba, y dicha lex fori exige a la demandada, por vía de su Derecho supletorio, la probanza de la extinción de las obligaciones. La regionalidad catalana constituye condición necesaria — aunque no necesariamente suficiente — para que entre en juego el artículo 321 de la Compilación, precepto que extingue la obligación; luego, la regionalidad catalana de la demandada ha de ser probada por ésta. En defecto de dicha prueba, la obligación subsiste. Hemos intentado imprimir al razonamiento el máximo rigor posible. Compruébense ahora los resultados: la demandada catalana que alega acogerse a la Ley catalana ante un Juez que ejerce su jurisdicción en territorio también catalán, ha de aportar prueba de su vecindad civil. Es decir, en la práctica obtenemos para el caso concreto que nos ocupa, después del complicado camino descrito, las mismas consecuencias que si presumiéramos en toda persona la vecindad civil castellana salvo prueba en contrario. La razón que salta a la vista en primer lugar es la siguiente: la norma procesal aplicada (art. 1.214 C.C.) no es específica del Derecho territorial catalán, sino que forma parte del Derecho común, en el sentido de que es común a todos y cada uno de los ordenamientos civiles españoles. Pero tratemos de ir más lejos: ¿no será que «algo» falla en la base del edificio que hemos pretendido construir? ¿Habremos, quizá, abordado la cuestión desde un punto de vista equivocado? Comprobémoslo. B) Tesis que se propone: la regionalidad sólo puede reducirse a cuestión de hecho que ha de ser probada, cuando se alega como excepción al Derecho territorial que el Juez aplica Ya al comienzo del epígrafe A) advertíamos que a lo largo del mismo manejaríamos la regionalidad como hecho encaminado a descubrir y determinarla Ley aplicable; es decir: se ha sometido a la vecindad civil al mismo régimen probatorio que cualquier cuestión de hecho. Y bajo este mismo régimen se le ha aplicado el artículo 1.214 del Código, advirtiendo que la necesidad de probar la regionalidad era en tal caso meramente accidental por encaminarse a extinguir la obligación. Es hora de revisar este enfoque. ¿Hasta qué punto, en efecto, es admisible catalogar la regionalidad como supuesto de hecho que, como tal, ha de ser probado? ¿No estamos llevando a cabo, al acoger semejante tesis de manera tan amplia y absoluta, una verdadera degradación del concepto de regionalidad? Quizá sea más correcto prescindir en principio de la regionalidad de las partes y aplicar, ya inicialmente, el Derecho territorial. Es decir, ¿por qué subordinar el acatamiento a los artículos 1.° y 6.° del Código Civil en conexión con el 1.° de la Compilación catalana —o con el precepto equivalente en los demás ordenamientos regionales — a la inexistencia de presunción y de prueba de la vecindad civil? PUIG SALELLAS se refiere muy recientemente a la «... necesidad de que, como circunstancia previa, el intérprete se sitúe en el ambiente legislativo adecuado ... tomando como punto de partida, como base jurídica normal, un determinado sistema de normas, precisamente el vigente en el lugar en que el intérprete ejerce su función. Para él el indicado sistema es la encarnación de la normalidad jurídica. Es decir, ha de entrar en el examen del problema "pensando" en la forma, bajo las coordenadas, que dicho sistema de normas tiene como típica, como propia». El Juez, pues, habrá de entrar en el problema observando una determinada jerarquía de normas aplicables al caso; y dicha jerarquía será precisamente la que rija en el territorio de su jurisdicción. Aplicará la lex fori, prescindiendo de juicio sobre la regionalidad de aquéllos a quienes la aplica; pero evidentemente ello lleva implícito tratarles como sujetos a la vecindad civil correlativa a la Ley de que se hace uso. En tales condiciones, no «escamoteamos» la cuestión de la prueba de la regionalidad, porque, a diferencia de lo que ocurría bajo el enfoque antes expuesto, tal cuestión ni siquiera se ha llegado a plantear. ¿Por qué habría que probar la regionalidad como supuesto de hecho para la aplicación de la Ley territorial, si ésta ya está siendo aplicada? Obsérvese, además, que ello no ocurre en virtud de una supuesta presunción que tenga por soporte la residencia de los litigantes; porque precisamente el Juez hace abstracción de dicha residencia y atiende solamente a la lex fori correspondiente al territorio de su propia jurisdicción. Sentado esto, conviene advertir que en virtud del principio de rogación el Juez no podrá recurrir a presunciones que no se hallen delimitadas en la Ley, ni exigir pruebas que las partes no hayan aportado. La solución parece sencilla y eficaz cuando los litigantes invoquen en su favor preceptos contenidos en la Ley territorial vigente en el territorio donde el Juez ejerce su función; en tal caso, efectivamente, las normas que se alegan son precisamente las que contienen la regulación que dentro de la Ley territorial a que el Juez ha de atenerse resulta «normal» — siguiendo nuevamente a PUIG SALELLAS — y se halla prevista para el concreto caso de que se trate. Tal sucede,por ejemplo, en el supuesto que ha dado pie a la Sentencia a que nos venimos refiriendo: la demandada que, sin probar su catalanidad, alega acogerse a un precepto de Derecho territorial catalán ante un Juez que ejerce su jurisdicción en Cataluña. Con arreglo a las consideraciones precedentes, habremos de concluir que aquélla no debía necesariamente probar su regionalidad catalana. Pero los términos cambian cuando se invoca una Ley que no coincide con la que habría de aplicar el Juzgador en virtud de aquel criterio de territorialidad. Por ejemplo, la misma demandada que, sin probar su vecindad civil catalana, alega el artículo 321 de la Compilación ante un Juez que no ejerce su función en el Principado, sino fuera de él; pongamos por caso, en Zaragoza. En tal circunstancia, dicho Juez aplicará el Derecho territorial aragonés; y siendo así que el artículo 321 de la Compilación constituye un cuerpo extraño a la regulación de la materia en dicha Ley territorial, la misma regionalidad catalana queda constituida —ahora sí— en excepción cuya virtualidad habrá de probarse, y en requisito para la beligerancia del precepto invocado. En este último caso, por tanto, la vecindad civil constituye excepción a la Ley que se rechaza y presupuesto de hecho para que pueda aplicarse la Ley que se invoca; y por ello ha de probarse, toda vez que si no se aporta prueba el Juez fallará con arreglo al Derecho territorial correspondiente a su jurisdicción, Derecho que no ve inconveniente alguno en la subsistencia de la obligación. En suma, la cuestión de la prueba de la regionalidad no llega siquiera a existir cuando la Ley alegada coincide con la que, basándose en aquel criterio territorial, aplicará el Juez; y toma cuerpo, en cambio, cuando dicha coincidencia no se da. Téngase en cuenta que sentar la necesidad de probar la regionalidad en la primera hipótesis, nos llevaría a extremos casi ridículos si quisiéramos ser consecuentes: dado el idéntico tratamiento que en nuestro Derecho reciben las materias relativas a Derecho interregional e internacional, conforme a esta postura el litigante español que invocara un precepto civil común a los ordenamientos patrios ante un Tribunal también español habría de probar su nacionalidad española. Para finalizar, expondremos las siguientes conclusiones prácticas: a) En principio, el Juez deberá aplicar la lex fori correspondiente al territorio donde ejerza su jurisdicción. b) Si el precepto legal invocado por la parte es el mismo que la Ley territorial que el Juez ha de aplicar conforme al apartado anterior arbitra para el caso específico de que se trate, quien lo invoque quedará relevado de probar su regionalidad, debiendo ser la otra parte quien, en su caso, pruebe que el adversario ostenta regionalidad distinta de la correlativa a la Ley que invoca. c) Si la norma invocada por la parte es extraña a la Ley territorial de la jurisdicción del Juez, quien la invoque deberá probar su regionalidad — correlativa a la Ley a que se acoge — como excepción a la lex fori que el Juez habría de aplicarle en defecto de dicha prueba, y como supuesto de hecho para que le sea aplicada la Ley que invoca. II. SOBRE LA APRECIACIÓN DE LA EXISTENCIA DE DOLO EN RELACIÓN CON EL ARTÍCULO 321 DE LA COMPILACIÓN CATALANA Basándose en lo señalado en Digesto 16, 1, 30, la sentencia —Considerandos 13.° y 14.°— nos ofrece un concepto muy amplio de dolo, señalándosenos que la mujer catalana que interceda en beneficio de tercera persona no podrá alegar con posterioridad el artículo 321 de la Compilación catalana, pues si en base a lo establecido en el artículo 2.° del Código Civil se deduce que todo el mundo conoce las leyes o que, por lo menos, viene obligado a conocerlas, habría de entenderse que cuando la mujer contrató conocía ya el beneficio contenido en el indicado precepto; y que, por tanto, si calla dicho conocimiento en el momento de contratar y pretende alegarlo ulteriormente, dicha mujer catalana estará obrando con mala fe. Ello entraría en uno de los supuestos de inaplicabilidad del artículo 321 por la excepción consignada en su párrafo segundo. Con respecto a esta cuestión, sin embargo, nosotros hemos de realizar las siguientes puntualizaciones: Siguiendo la opinión de LATORRE parece, según el Senado Consulto Veleyano, que «si la mujer conocía la existencia del beneficio y a pesar de ello intercedía no podía invocarlo por entender que quien realiza un contrato a sabiendas de que no se obliga comete en cierto modo dolo. Pero esta opinión es excesiva». Así, este mismo autor cita el caso de la mujer que, conociendo el beneficio, intercede con la intención de renunciar o en la creencia de que el deudor principal pagará y que su intervención sólo constituye un refuerzo moral de la obligación. En estos casos es evidente que no hay intención dolosa alguna. Antes de seguir tratando cualquier cuestión doctrinal acerca de la problemática que plantea este concepto del dolo, conviene que consideremos cuál es el criterio jurisprudencial al respecto. En este sentido, es clara y evidente la caracterización que sobre el dolo se hace en la sentencia de 20 de mayo de 1959, en la que se ponen de manifiesto los elementos constitutivos de esta figura: «El uno subjetivo, voluntarista, que consiste en el animus decipiendi, fallendi, circumveniendi, es decir, de la mala intención, y representativo del substrato mismo del dolo, y el otro objetivo, material, que consiste precisamente en la acción u omisión, en una palabra, en el medio a través del cual la voluntad del autor del dolo viene a realizarse, siendo, pues, el efecto inmediato y combinado de los dos elementos, la voluntad viciada o el incumplimiento de la obligación, en general, el acto ilícito, en síntesis». Aplicando esta declaración jurisprudencial a nuestro caso, podemos concluir que, aún probado que la mujer intercedente conocía el beneficio, y aun así intercedió, nos hará falta tener encuenta si ciertamente existió el animus decipiendi, fallendi vél circumveniendi. Porque puede ocurrir que la mujer que conozca el privilegio que se le otorga en el artículo 321 de la Ley compilada, interceda sin ánimo doloso y sin la consiguiente intención de perjudicar al acreedor o a quien su derecho tenga. Habrá que atender, pues, al elemento subjetivo, a la intención de la mujer intercedente. Y aún cuando la prueba de este elemento puede ser, en ocasiones, difícil, no por ello hay que prescindir de las motivaciones internas y subjetivas, que son las que verdaderamente caracterizan el dolo. Pero es que si admitimos el amplio concepto de dolo propuesto por el Digesto, y, además, interpretamos el artículo 2.° del Código Civil como obligación de conocer lo dispuesto y preceptuado en las leyes, resulta que toda mujer catalana, o sujeta a lo preceptuado en la Compilación, tendrá la obligación y el deber de conocer el privilegio relativo a la intercesión o, cuando menos, se presumirá que conoce este beneficio. Esto nos llevaría a la conclusión de que toda mujer sujeta al Derecho Civil Catalán que intercediera o fiara por otro no renunciando expresamente a la concesión del artículo 321 obraría con dolo, quedando obligada y no pudiendo repetir como indebido lo pagado o cumplido. De otra parte, si se admite que el artículo 2.° del Código Civil contiene la presunción de que se conocen las leyes y por tanto se presume que la mujer catalana tiene conocimiento del artículo 321 de la Compilación en el momento de celebrar el contrato, ello no basta para constatar la existencia de dolo — que exigiría animus y prueba efectiva — sino a lo sumo presunción de dolo, todo lo cual haría absolutamente inoperante la posibilidad consagrada por el texto legal de repetir lo pagado, pues en ningún caso la mujer catalana podría recobrar lo satisfecho en concepto de fianza o intercesión. Habiendo pagado, en efecto, quedaría inservible el artículo 321 por presumirse en todo caso la existencia de dolo con arreglo a la tesis expuesta. Añadamos que, según repetidas declaraciones jurisprudenciales, es principio de derecho — que puede fácilmente deducirse de los artículos 434 y 1.950 del Código Civil— la no presunción de la mala fe. Además, parece lógico interpretar el artículo 2.° del Código Civil como encaminado pura y simplemente a lograr la efectiva aplicación de las Leyes, prescindiendo de la posibilidad de extraer del mismo hipotéticas presunciones. No es posible, por tanto, admitir una interpretación que, como la antes expuesta, nos conduciría precisamente a la consecuencia contraria: la de inutilizar la Ley —en nuestro caso el artículo 321 de la Compilación— logrando su absoluta inoperancia en las situaciones para que fue creada. III. SOBRE LA «CAUSA INTERCEDENDI» Es sugestivo abordar el tema de la naturaleza jurídica, causa y efectos del negocio que ha tenido lugar entre la demandada y don L. G. J. por la confusión, quizá más aparente que real, que doctrinalmente existe con respecto a los conceptos de fianza e intercesión y la posible equiparación entre ambos términos. La misma Compilación en los artículos 321 y 322 parece que trata estas figuras como si fuesen una misma cosa y les confiere, si no idéntico, semejante rango o categoría. Pero fianza e intercesión son conceptos que difieren entre sí. Vamos a intentar establecer las diferencias que median entre ellos. La intercesión debe ser considerada como causa genérica o función negocial en el sentido de una concreta función económico social que consiste en asumir un perjuicio propio en interés exclusivamente ajeno. No se trata de un negocio ni tan siquiera de una obligación, sino que opera como causa negocial u obligacional. Así, pues, aparece como causa en diversidad de negocios, u obligaciones según la concepción doctrinal de causa de la que se parta. Fianza, hipoteca y prenda son tipos negociares en los que puede manifestarse dicha causa. Ocurre que la fianza se caracteriza por ser precisamente la causa intercedendi o intercesión elemento integrante de ella. De ahí quizás el tratamiento unitario que se intenta dar a ambas figuras. Queda demostrada, pues, la no posibilidad de equiparación entre fianza e intercesión por la obvia diferencia entre causa y negocio. Esta causa genérica puede venir, y viene en nuestro caso, complementada por una causa específica concurrente asimismo en el negocio a que nos estamos refiriendo. Dicha causa sería la asunción de la deuda (de forma cumulativa) o la adhesión a ella. Sucede que esta causa se confunde con el efecto del negocio (como se verá). Pero ello no obsta a su consideración como causa. Perfilada así a grandes rasgos la esencia y posición jurídica de la intercesión, podemos pasar a continuación a averiguar cuál es la naturaleza del negocio que tuvo lugar entre las dos partes y que dio, en definitiva, lugar a la originación del proceso cuya sentencia comentamos. Se habla [considerando 5°) de asunción cumulativa. Nos parece que dicha asunción es, en todo caso, el efecto de un negocio jurídico determinado. Como consecuencia del contrato habido entre el acreedor y la demandada, ésta se ha adherido a la deuda originaria o principal asumiéndola como propia, queriendo, por tanto, responder junto al deudor razón por la que se ha declarado «deudora solidaria». Ahora bien, lo que no podemos afirmar es que esta asunción de deuda haga responsable a la demandada del cumplimiento de la obligación independientemente de la deuda del obligado principal. Al no extinguirse esta obligación originaria, como demostraremos, su subsistencia lleva consigo el que la adhesión a la deuda y la consiguiente posibilidad de exigir el cumplimiento se subordinen a la obligación principal u originaria. Esta previa ordenación entre causa, negocio y efectos nos facilita la labor tendente al estudio de la clase o tipo de negocio que tenemos ante nosotros. Datos que nos pueden servir para dilucidar este asunto son: a) permanencia de la obligación originaria, porque no podemos concluir que ha habido novación o extinción de ella, sea por sustitución de la persona del deudor, sea por variación del objeto de la repetida obligación; b) que el hecho de la firma y consiguiente aceptación de una serie de letras de cambio y el carácter abstracto de las mismas tampoco implica la desaparición de la obligación principal, ya que el obligado principal podrá, sin duda, satisfacer su deuda, cosa que, en definitiva, supondrá la exención de pago por parte de la demandada por haberse extinguido la obligación principal; c) que, por lo tanto, la asunción cumulativa existente como efecto del negocio ciertamente depende de la obligación principal y está sujeta a ella, pues de producirse su extinción lo mismo ocurrirá respecto de la obligación asumida cumulativamente; y d) que la dependencia queda demostrada, entonces, por el hecho de la intervención adhesiva realizada con posterioridad a la deuda originaria sin sustituirla ni modificarla y llevada a cabo precisamente ante la posibilidad de incumplimiento de la obligación principal. Además, teniendo en cuenta el favor debitoris podemos argumentar que quien se obliga, se obliga a lo menos, tesis que abona la nuestra de dependencia de la obligación principal porque de no ser así, lo que se hubiese constituido habría sido una auténtica deuda solidaria por la que ambos deudores quedarían entre sí obligados por su participación respectiva en la deuda. Si verdaderamente existe esta dependencia es preciso que dirijamos nuestros pasos hacia la fianza como contrato en el que «el fiador asume la responsabilidad por la deuda ajena, queriendo responder del cumplimiento por la deuda del deudor principal, o sea, contrae una obligación que depende constantemente de la existencia de la obligación principal» [considerando 5°). Pero nos parece que no es posible encajar el contrato en la figura de la fianza simple porque aunque el requisito de la accesoriedad vemos que no deja de darse, sí falta, en cambio, la nota de subsidiariedad. Es por esto que nos pronunciamos por la fianza solidaria como negocio existente en este caso. Esta fianza goza, en apariencia, de un carácter híbrido entre la obligación solidaria y la fianza como tal. El Tribunal Supremo, en sentencia de 7 de febrero de 1963, señala el criterio diferenciador apoyándose en la distinta posición o interrelación que los deudores solidarios ocupan entre sí frente a la relación fiador-deudor principal. El carácter accesorio, conditio iuris de la fianza, no deja de existir por constituirse ésta de forma solidaria. Lo que ocurre es que el fiador puede ser considerado en estos casos como deudor directo o como deudor solidario, aunque, si bien se mira, esta consideración sólo es válida desde el punto de vista de las acciones correspondientes al acreedor. Es característica de la fianza solidaria la ausencia del requisito de subsidiariedad. Este, suele opinar la doctrina, es un requisito meramente natural y no esencial como lo es el de la accesoriedad. La fianza solidaria implica por sí la renuncia al beneficio de excusión (art. 1.831, 2.°, del Código Civil). La razón de ser de ello es bien simple: la incompatibilidad entre tal fianza y la excusión. En los Comentarios al Código Civil (art. 1.831) de MANRESA y BONET se lee que el fiador que no goza del beneficio de excusión pasa a convertirse frente al acreedor en un codeudor principal. Nos parece que esta afirmación no es del todo exacta. Sería más adecuado considerar a tal fiador como un co-responsable principal. Ello por la diferencia entre obligación y deuda solidaria de una parte y fianza solidaria de otra, que, como ya se ha visto, el Tribunal Supremo la encuentra en la relación patrimonial interna entre deudores solidarios y entre deudor y fiador. El deudor obligado solidariamente con otro, una vez haya efectuado el pago, podrá exigir del codeudor que no pagó la parte que en la deuda a él corresponda. En cambio, el fiador que pagó podrá repetir contra el deudor principal no sólo las cantidades que como indemnización se fijan en el artículo 1.838 sino el importe total de la obligación principal. Resumiendo, podemos decir que, a nuestro entender, la causa genérica está en la intercesión y la específica en la asunción o adhesión a la deuda; el negocio existente es la fianza constituida solidariamente y el efecto de este negocio es la asunción cumulativa de la deuda principal.

 

 

 

 

 

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