Sentència 24 - 4 - 1972
LA NULIDAD DE LA FIANZA OTORGADA POR LA MUJER CASADA EN FAVOR DE SU MARIDO Y SU INCIDENCIA EN EL TRÁFICO JURÍDICO-MERCANTIL. SOLIDARIDAD OBLIGACIONAL PASIVA
I. Antecedentes
Don Emilio y los consortes don Eugenio y doña Catalina, industriales dedicados a la construcción y a la cesión de personal obrero, poseían una cuenta corriente conjunta e indistinta en la corresponsalía del Banco A. en Palafrugell, a través de la cual y por medio de la cuenta citada realizaban toda suerte de operaciones comerciales e industriales con relación al negocio común que los tres poseían.
Llegado el mes de enero de 1966 y a causa de una coyuntura desfavorable en el ramo de la construcción, se encontraron sin numerario suficiente para atender a las numerosas obligaciones que habían contraído con anterioridad, por lo que solicitaron de don José, quien ostentaba la concesión de la corresponsalía del Banco A en Palafrugell, pagara a cuenta de ellos una serie de efectos de comercio al Banco A, todo lo cual realizó D. José en forma de pagos sucesivos hasta el mes de abril del mismo año, entregando en tal concepto la cantidad de 676.904,25 pesetas.
Al mismo tiempo y después de diversas operaciones de descuento realizadas por don José como corresponsal del Banco mediante letras de cambio libradas por algunos de los tres comerciantes citados, aquél ingresó en la cuenta corriente de éstos la cantidad total de 416.554,01 pesetas.
A resultas de todo el conjunto de operaciones que realizara don José por cuenta de don Emilio, don Eugenio y doña Catalina, aquél mantuvo en su poder todos los efectos de comercio y consiguientes justificantes que habían servido de base a las operaciones citadas; sin embargo, algunos de ellos fueron devueltos posteriormente a los tres demandados en cuestión, a la sazón comerciantes, quiénes para atender a su pago libraron cheques contra el Banco A por un importe total de 205.000 pesetas, que al presentarse al cobro resultaron impagados por falta de fondos.
Después de que don José requiriera repetidas veces a don Emilio, don Eugenio y a doña Catalina el reembolso de las cantidades anticipadas que ascendim a un total de 1.298.45826 pesetas y satisfechas por él y que no fueron reintegradas en modo alguno por ninguno de ellos como era el deseo de don José, éste interpuso demanda de juicio declarativo ordinario de mayor cuantía ante el Juez de 1.ª instancia de La Bisbal contra los comerciantes mencionados, a la que los demandados se opusieron en la totalidad de sus pretensiones.
El Juez de 1.ª Instancia dictó sentencia desestimando la demanda, absolviendo a los demandados y sin hacer especial condena en costas. Apelada la sentencia la Audiencia la revocó sustancialmente y declaró haber lugar en parte a la demanda, condenando a los demandados a que solidariamente abonasen al actor la suma total de 625.904,25 pesetas que el citado actor satisfizo por cuenta de los tres demandados en razón de los efectos de comercio a que hacía relación la demanda, condenando asimismo a don Emilio a que reintegre al actor las 416.554,01 pesetas que éste ingresó a nombre del citado don Emilio en la cuenta que tenían los tres demandados abierta en su corresponsalía, y a unos y a otros al pago de sus respectivos intereses desde la interpelación judicial, sin expresa declaración sobre costas en ninguna de las instancias.
La representación de los cónyuges don Eugenio y doña Catalina, interpuso recurso de casación por infracción de Ley, por los motivos que se reflejan en los Considerandos que se transcriben y comentan a continuación.
El Tribunal Supremo declaró no haber lugar al recurso interpuesto.
II. Motivos y desestimación del recurso
Considerando: «Que por razón de método ha de anticiparse el estudio de los motivos separados segundo, tercero, cuarto y sexto del recurso, amparados en el número 7° del artículo 1.692 de la Ley de enjuiciamiento civil, relativos a los pretendidos errores de hecho en la apreciación de las pruebas, los que se dicen resultar de documentos auténticos que demuestran la equivocación evidente del juzgador, motivos que no pueden ser acogidos, el ordinal segundo, porque el hecho de que ninguno de los talones utilizados para retirar fondos de la cuenta corriente abierta a nombre de los demandados, lleva la firma de la recurrente, no se deduce que el descuento de las letras de cambio que se efectuó en cuanto no beneficiara a la última, aunque no llegase a extraer de ella el dinero efectivo correspondiente, el tercero, porque la circunstancia de que los tres demandados declararan ser «industriales» es perfectamente compatible con el cumplimiento o incumplimiento por la recurrente de sus obligaciones fiscales al respecto, el cuarto, porque no merecen la calificación de documentos auténticos, a efectos de casación, los escritos de contestación a la demanda, duplica y conclusión formuladas por las partes ni las manifestaciones contenidas en ellos, y el sexto, porque el hecho de que la recurrente no tuviera la menor intervención formal en la creación de las letras de cambio no muestra que fuese ajena a las operaciones financieras derivadas de las mismas y a los negocios causales subyacentes.»
Considerando: «Que antes de entrar en el examen de los motivos octavo a undécimo, debe dejarse sentado que cuando la sentencia combatida declara al final del considerando tercero que el actor no «hizo otra cosa que cumplir con indicaciones expresas de todos o de alguno de los demandados», no se refiere con los adjetivos subrayados indiscriminadamente a cuantas operaciones alegó en la demanda haber efectuado aquél por cuenta y orden de los interpelados, sino que según parece y aparece paladinamente del resto de dicha resolución, las indicaciones expresas de todos los demandados la conecta únicamente con el primer grupo de dichas operaciones, esto es, como se rotula en el considerando quinto, con el de «letras presentadas», y, como se aclara en aquél considerando tercero, con los pagos «realizados en nombre de los demandados», objeto después del primer pronunciamiento del fallo condenatorio.
Considerando: «Que sobre esta base y sobre la no desvirtuada por los recurrentes de que toda "la serie de operaciones beneficiaban y perjudicaban a los tres demandados", han de rechazarse los motivos aludidos en el fundamento precedente, los motivos octavo y undécimo en los que se alega violación de los artículos 1.709, 1.728 y 1.731 del Código Civil, porque parten de unos supuestos de hecho contrarios a los establecidos por el Tribunal sentenciador y que no se han podido enervar en los motivos anteriores, y porque dados los hechos fijados formalmente por dicho Tribunal es manifiesta la correcta aplicación que hizo del artículo 1.709, definitorio del contrato de mandato, del artículo 1.728, cuyo párrafo segundo prevé la obligación del mandante de reembolsar al mandatario las cantidades anticipadas por éste para la ejecución del contrato y el artículo 1.731, según el cual, si dos o más personas han nombrado mandatario para un negocio común, le quedan obligados solidariamente para todos los efectos del mandato, y los motivos noveno y décimo, porque subsistente la correcta aplicabilidad de los dos artículos últimamente citados, resulta superflua la cuestión referente a la pretendida violación del artículo 1.158, invocado exclusivamente a mayor abundamiento en la sentencia recurrida, y la relativa a la aducida violación de los artículos 1.137 y 1.138, dados los términos categóricos del repetido artículo 1.731, sobre solidaridad legal de la pluralidad de mandantes.»
Considerando: «Que el motivo duodécimo está comprendido en la causa de inadmisión quinta del artículo 1.729 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, dado que la Ley o precepto citado, el artículo 322 de la Compilación de Derecho civil especial de Cataluña, se refiere a una cuestión no debatida en el pleito, causa de inadmisión que, conforme a la repetida doctrina de este Tribunal, lo es de desestimación en la presente fase procesal.»
Concordances:
Comentari
ANTONIO FONT RIBAS
COMENTARIO
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA EN EL MARCO ESPACIAL DE SUS NECESARIAS INCIDENCIAS LÓGICAS
Si bien en una primera lectura de los considerandos transcritos y de las cuestiones de hecho o antecedentes enunciados no parece desprenderse de ellos un interés implícito o explícito acerca de las premisas fácticas que han dado origen a la cuestión litigiosa, sí es de todo punto interesante un somero análisis del marco jurídico en el que todos estos acontecimientos, como meros hechos o aconteceres del obrar humano, se hallan circunscritos, pues en la contraposición de intereses que ha motivado el litigio se halla siempre la razón de ser de la norma jurídica y del mecanismo de su funcionamiento y aplicación.
Sin embargo, lejos de estas consideraciones, nuestro más alto Tribunal olvida una de sus peculiares misiones e ignora la existencia de una normativa cuya razón de ser tomada en consideración en el supuesto de autos es obvia por cuanto se halla en manifiesta contradicción, al menos a primera vista, con los supuestos que establece para sentar su resolución.
En efecto, el Tribunal Supremo parte del hecho de que en el supuesto de autos existe un contrato de mandato con pluralidad de mandantes cuya responsabilidad nacida del mismo viene impuesta por la ley de un modo contrario al principio general de mancomunidad establecido en el artículo 1.137 del Código civil, es decir, los mandantes que nombran mandatarios común responden frente a éste solidariamente a resultas de las consecuencias y gestión del contrato. Así pues, subsumiendo los presupuestos de hecho de la cuestión litigiosa en las premisas de la normativa del artículo 1.137 del Código civil el Tribunal Supremo establece la consecuencia que para tales supuestos prevé el citado artículo.
Hasta aquí pues, no podría presentarse ninguna objeción y de hecho no se presentaría si el Código civil fuera la única fuente reguladora de las relaciones meramente civiles en nuestro país. El problema nace porque uno de los partícipes en la relación obligatoria es una mujer casada, de regionalidad catalana, cuyo marido, a su vez, forma parte como sujeto pasivo de la misma por razón de idéntico vínculo. En otras palabras, marido y mujer, aparecen como coobligados en virtud del contrato de mandato, pero esta obligación adquiere un especial relieve por causa de la regionalidad de ambos ya que el primer Ordenamiento civil en Cataluña y para los catalanes es la Compilación del Derecho civil especial de Cataluña y sólo en defecto de sus preceptos, ya sea de forma subsidiaria ya por su propio imperio, será de aplicación la normativa establecida en el Código civil.
Puestas así las cosas no se le puede escapar al observador la singular trascendencia que alcanza la cuestión, puesto que el Tribunal Supremo rechaza de plano la aplicación del Derecho Civil especial de Cataluña porque según dice, el contenido del artículo 322 alegado como infringido por la parte recurrente se refiere a una cuestión no debatida en él pleito cuando obvio es a todas luces, que el contenido del mismo está tratando de una prohibición que afecta a la esfera de la capacidad patrimonial de la mujer casada y de la que puede depender la eficacia del negocio en cuestión.
La actitud del Tribunal Supremo es discutible. Por una parte elude la aplicación de un derecho especial del que ya por el Tribunal de instancia debió de hacerse uso, por las razones de aplicación de la Ley territorial (lex fori) que a continuación se expondrán, descuidando con ello la misión de cuidar celosamente de la integridad del Ordenamiento jurídico a través de la interpretación de la Ley. Por otra parte el Tribunal Supremo es consciente de que el contenido del artículo 322 sí hace referencia al objeto de la cuestión litigiosa, pero de forma totalmente contraria al planteamiento que, sin duda por razones de equidad, ha elaborado en la resolución, base también de la condena solidaria que impone la Audiencia a los tres demandados, y cuyos efectos harían variar sustancialmente el alcance de la misma; sin embargo, prefiere huir de la problemática que ciertamente debe intuir y, para luego dar un soporte legal a su razonamiento mediante la imposición de una condena solidaria, en base a lo prescrito en el Código civil para la responsabilidad nacida del contrato de mandato cuando en él participan una pluralidad de mandantes.
Este abandono del problema, cuando en ocasiones como la que aquí se contempla se presenta frontalmente, obliga a cualquier estudioso del Derecho a abundar en las razones que podrían llevar como consecuencia a la elaboración de un mecanismo mediante el cual se anularían los injustos efectos de la aplicación del artículo 322, sobre todo cuando ésta se realizare de forma general e indiscriminada. Si ello fuera posible, y es esta posibilidad el objetivo hacia donde pretendemos encaminar este comentario, habría nacido un sistema en virtud del cual y sin necesidad de acudir a razones extrañas al propio Cuerpo legal, podría prescindirse de su vigencia atendidas determinadas circunstancias que lo harían superfluo e inútil.
A un último extremo hay que hacer referencia todavía y que la sentencia que aquí se presenta da pie también para un comentario dentro del contexto que se ha esbozado. El Tribunal Supremo afirma que los demandados recurrentes son comerciantes y que además poseen negocios comunes, con lo cual es extremadamente fácil dotar de una nueva dimensión al problema, si bien su trascendencia aparece un tanto menguada a la vista de los nuevos proyectos de textos legislativos.
La nota de mercantilidad que pueda añadirse a una relación obligatoria implica necesariamente la llamada a un ordenamiento jurídico-privado concreto, el mercantil por supuesto, cuyo contenido determinará los requisitos de capacidad y eficacia de la misma y, en defecto de mía normativa aplicable a ésta, será preciso acudir al mecanismo dispuesto en el propio ordenamiento para colmar la laguna que a todas luces se presenta en un caso determinado como el que aquí se contempla. Sin duda alguna la cuestión se adivina con facilidad, máxime al haber sido ya expuestos y apuntados, aunque sólo haya sido de una forma un tanto sucinta, los problemas que trae anejos la regionalidad, en cuanto requisito esencial para la aplicación de un derecho especial, que no obstante y por declaración legal ostenta el mismo rango jerárquico que el general aplicable a la mayoría de supuestos en los que el problema de la regionalidad no se presenta. La cuestión resultaría ser pues, la de la posibilidad de aplicación de un derecho civil especial como supletorio del Código de comercio, considerando al Ordenamiento jurídico-mercantil como la especie de un genus, es decir, de la totalidad del Ordenamiento jurídico-privado, en el que participarían todo el conjunto de ordenamientos que en la actualidad constituyen nuestro sistema del derecho civil.
De admitir una consideración afirmativa llegaríamos a la conclusión de que en un supuesto como el presente los requisitos de capacidad para obligarse en determinadas relaciones, o en aquellas en las que participasen determinadas personas, serían invocados por la normativa contenida en la Compilación, con las consecuencias que para el caso de autos conecta la prohibición contenida en el artículo 322 del citado cuerpo legal, y en un plano más general y en defecto de disposiciones específicamente aplicables todas las relaciones jurídico-mercantiles en Cataluña y entre catalanes, caerían de plano dentro del ámbito de la Compilación, limitando sin duda alguna la esfera de la capacidad de obrar de la mujer casada que sola o conjuntamente con su marido ejerciere actividades de explotación mercantil o industrial por medio de una empresa.
Con un cierto afán de evitar este obstáculo y quizás otros de mayor gravedad que pudieran planteársele, el Tribunal Supremo prefiere escamotear la cuestión en todo su fondo a costa de la inaplicación del Derecho civil especial de Cataluña, pero no por vía de un razonamiento lógico, sino como ya se ha puesto de relieve, ignorando a priori su existencia como lex fori. Posiblemente de haber seguido un razonamiento más acorde con las reglas del pensamiento jurídico general habría también rechazado la aplicación de una normativa particular de aquel Ordenamiento, pero en un segundo y posterior momento y siempre después de haber admitido las particularidades de un supuesto de hecho en el que participan las notas de mercantilidad y regionalidad catalana de los agentes, lo que implicaría necesariamente un conflicto entre Ordenamientos jurídicos aplicables que sólo al Juez o Tribunal le es dable resolver, pero siempre por la vía lógica y natural, como ya se ha puesto de relieve, de la aplicación de la lex fori en primer término.
Quizá la solución de un particular supuesto como el presente habrá de buscarse fuera del marco de las reglas de aplicación del derecho territorial y siempre en un intento por dar mayor cohesión a la sistemática del Derecho privado moderno. Parece que en último término sería mejor prescindir de la escisión en la calificación de civiles o mercantiles de la pluralidad de obligaciones que el Derecho contempla para sustraer aquéllas o éstas del ámbito de una prohibición concreta y conectarlas todas ellas a un mismo Ordenamiento, que con una visión más amplia y con una mentalidad más práctica, cobijara en su seno todas aquellas relaciones nacidas de un vínculo obligatorio prescindiendo de su razón de ser en el tráfico.
A toda esta serie de consideraciones se intentará dar, con mayor o menor acierto, los elementos de juicio necesarios para poder ofrecer una suficiente visión crítica de la cuestión debatida y, en base a los mismos, optar por algunas de las diferentes vías de solución que se apuntan solamente, con el deliberado propósito de dejar la cuestión un tanto en el aire y, en un posterior momento poder ofrecer un sistema más completo y coherente.
APLICACIÓN DEL DERECHO TERRITORIAL EN FUNCIÓN DE LA REGIONALIDAD: LA REGIONALIDAD COMO CUESTIÓN DE HECHO. EL SISTEMA DE NORMAS «REGIONAL» COMO CONSECUENCIA INMEDIATA DE LA REGIONALIDAD
Ante una serie de hechos como el presente sorprende que el Tribunal Supremo no utilice una vía de razonamiento para rechazar la aplicación de una norma que le ha sido alegada y de la que en su día también se hizo alegación ante el Tribunal de instancia, si bien es cierto que los estrechos márgenes en los que se desenvuelve la casación tampoco permiten una libertad de movimientos en orden a la indagación de argumentos.
De todos modos y prescindiendo de esta problemática, es harto frecuente en la práctica de los Tribunales, es decir, en la tarea de aplicación del Derecho, un conflicto entre Ordenamientos del mismo rango jerárquico que el Tribunal debe resolver de acuerdo con un determinado sistema de normas que, en el presente supuesto, es de notar su necesaria intervención, y que la Sentencia que aquí se comenta no aborda ni siquiera tangencialmente. En efecto, la alegación de una norma como la contenida en el artículo 322 de la Compilación suscita un conflicto entre este cuerpo legal y el Código civil, puesto que ambos pretenden regular el mismo supuesto de hecho de forma totalmente divergente. Pero, ¿de qué modo y por cuáles específicas circunstancias, podrá hacer uso el Tribunal de un sistema que le permita resolver la cuestión? ¿Existe realmente este sistema o, por el contrario, no puede formularse una categoría universalmente válida para resolver la totalidad de supuestos en los que el conflicto se plantea?
Antes de responder a estas preguntas es necesario sacar a la luz la causa por la que se produce el conflicto entre dos Ordenamientos que se presumen paralelos y del mismo rango jerárquico. Es evidente que ambos Ordenamientos tienen su ámbito de vigencia en el espacio limitado por circunstancias específicas acogidas en determinadas disposiciones que señalan cuándo o dónde debe aplicarse uno u otro, apuntando ya hacia un criterio de territorialidad que a la postre, será quien dictará la aplicabilidad del Ordenamiento que haya de resolver el supuesto fáctico que se plantea. Ahora bien, este criterio de territorialidad no es puro, sino que se presenta combinado con alguna nota que afecta a la esfera personal del individuo; es decir, la aplicación de un Ordenamiento con preferencia a otro no se realizará simplemente por el hecho de que aquél rija en un territorio con independencia de las personas que en el mismo habitan, sino que por este mismo hecho y como consecuencia del fuerte principio de la territorialidad, se asignará a éstas una condición determinada o estado particular en función del cual se le aplicarán para un determinado supuesto una categoría concreta de normas: será la regionalidad o vecindad civil la que decidirá en última instancia cuál de entre las diversas normas relativas al elemento subjetivo de la relación sea aplicable y, en función de la misma, asignar una determinada categoría normativa a la relación en cuestión.
Hasta aquí hemos señalado ya el planteamiento según el cual la aplicación de una norma no contenida en el Código Civil sino en una legislación civil especial como puede ser la Compilación, viene determinada principalmente en función de la regionalidad o vecindad civil de los sujetos afectos a la relación. Ahora bien, ¿puede admitirse a priori semejante planteamiento?
Ante un hipotético conflicto de leyes, como el que podría presentarse entre el Código civil y la Compilación al pretender ambos acoger de una forma opuesta una determinada institución, es fácil apuntar hacia una solución que podría llamarse internacionalista, en honor a la técnica propia de la disciplina del derecho internacional privado. El Código civil posee un sistema conflictual, que aunque imperfecto, pretende solucionar los conflictos de leyes internacionales, así como los interregionales, pues en virtud de lo dispuesto en el artículo 14 del Código civil «lo dispuesto en los artículos 9, 10 y 11, respecto a las personas, los actos y los bienes de los españoles y de los extranjeros en España, es aplicable a las personas, actos y bienes de los españoles en territorios o provincias de diferente legislación civil».
Partiendo de estos principios, ante una relación cualquiera de la vida, el Juez se vería obligado a buscar el punto de conexión más acorde con la misma, que le determinará de un modo inmediato la legislación que debe aplicar. De todos modos, este punto de conexión, salvo en contadas excepciones, viene impuesto coactivamente por la Ley, por lo que en última instancia puede afirmarse que el sistema legislativo adopta sus propias soluciones sin dejar posible opción al Juez. Y para el caso contemplado aquí, teniendo en cuenta que el argumento que esgrimen los demandados para solicitar la extinción de la obligación es la norma prohibitiva del artículo 322 de la Compilación, trataríase de dilucidar la supuesta incapacidad de la mujer demandada para contraer la obligación en cuestión, entendiendo la ya citada norma como limitativa de la capacidad de obrar de la mujer casada en su esfera patrimonial pese al lugar que ocupa en la Compilación bajo la rúbrica del Título Primero del Libro IV De las obligaciones y contratos. Determinado de este modo el supuesto de hecho de la norma conflictual mediante el difuminado concepto de la capacidad, la propia norma (artículo 9.° del Código Civil), señalará la legislación aplicable a través del punto de conexión nacionalidad5 y que aquí por tratarse de un conflicto interregional deberá traducirse por regionalidad. De este modo la regionalidad se erigirá en factor decisivo para la aplicación de la normativa propia o particular de las personas que ostenten una distinta a la que sería presupuesto para la aplicación del Código civil; y ostentando la regionalidad catalana la mujer demandada, bien estará que le sea en principio aplicada la normativa contenida en la Compilación como consecuencia inmediata del punto de conexión adoptado.
Este sencillo, y a la vez complejo mecanismo, obliga a considerar dos series de cuestiones que se han dado por presupuestas y que, sin embargo, merecen ser, al menos una de ellas, analizadas con más detalle. Dejando a un lado el problema de las calificaciones, mediante las cuales se ha dicho que el problema de la extinción o nulidad de la obligación dependería de una cuestión de capacidad que afectaba a la eficacia del negocio, hasta el momento se ha esgrimido siempre la regionalidad como factor determinante en virtud del cual un determinado Ordenamiento entraría en beligerancia y regularía jurídicamente la relación que los sujetos pretendieron establecer. Esta asimilación que se hace del punto de conexión a una cuestión de hecho de la que depende la aplicación de una norma obliga, como ya se ha apuntado, a una reconsideración del problema. En efecto, si se acepta el planteamiento propuesto, quien invoca ante un Tribunal una normativa incluida en el texto de un Ordenamiento foral, aunque aquél ejerza su jurisdicción en territorio donde preferentemente rija uno de tales derechos, deberá alegar y probar su regionalidad, puesto que a ésta se la hace presupuesto para que tal normativa pueda ser aplicada, de lo contrario al Juez no le queda más opción que recurrir al bonito juego de las presunciones, que en última instancia y para el caso que nos ocupa, se reducirá siempre a presumir la regionalidad castellana y en consecuencia aplicará el Código civil, convirtiéndose así en particular legislador por conceptuar dicho Ordenamiento como un Cuerpo común a todos los territorios forales, desvirtuando de este modo por la vía del derecho supletorio la jerarquía de normas que viene impuesta de un modo imperativo, y transformando un problema sustancial de aplicación de la norma en un mero problema procesal que se reduce a la exigencia de prueba para toda cuestión alegada.
También dentro del terreno procesal de la carga de la prueba ha sido formulada la tesis contraria por PERÉ RALUY y precisamente en un intento de refutar la tesis anteriormente expuesta, cae en el error de establecer otro juego de presunciones mediante el cual, salvo prueba en contrario, la regionalidad se corresponde con el lugar de residencia de quien alega una determinada normativa, en función, precisamente, de aquella regionalidad. Pero como ya han puesto de relieve ANDREU RAMI, CERVELLÓ NADAL y otros 8 esta postura es sino discutible, sí al menos un tanto forzada, sobre todo si se la pone en relación con los hechos que demuestran que en la realidad actual el margen de error en términos absolutos, aunque reducido, sería lo suficientemente considerable para no aconsejar una solución en este sentido.
Ambas tesis deben rechazarse por idénticas razones. En primer lugar ya se ha apuntado el error que supone reducir a una cuestión de hecho un problema como el de la regionalidad, pero obsérvese que ello es consecuencia de la solución llamada intemacionalista, que hace de la misma el presupuesto para la aplicación de la norma invocada, y tanto en una como en otra tesis, al reducir el problema a una mera cuestión procesal, operan en la regionalidad una verdadera degradación9. En segundo lugar, no existe precepto concreto en que basarse para atribuir presuntamente a las personas una determinada regionalidad, por lo que las razones que pudieran invocarse en favor de una u otra tesis serían de índole puramente extralegal. Las consecuencias de un error en tal sentido son verdaderamente graves, y por desgracia, harto frecuentes en la práctica. En el sistema legal español existe una concreta normativa que regula la adquisición y pérdida de la regionalidad, y pese a sus defectos y lagunas, presumir una distinta para aplicar una determinada legislación es contrario a la lógica y a la esencia del propio procedimiento legal.
La razón de haber llegado a tan extraño resultado se halla en la inexactitud, por no decir error, de aplicar los esquemas propios de una solución internacionalista a un problema que poco tiene que ver con los conflictos de leyes y los sistemas conflictuales. Aceptando el razonamiento desde el punto de partida en el que se ha colocado la cuestión con meros fines dialécticos, se debe llegar forzosamente a la conclusión de que el derecho regional, al igual que el derecho extranjero, debe ser probado, y aunque se objete que en la práctica lo que se prueba no es la existencia o vigencia efectiva de una determinada norma especial, de hecho se llega a idénticas conclusiones, pues el resultado de la aplicación de esta norma es fruto de la prueba anterior de un determinado hecho: la regionalidad. Pero, en contra de lo sostenido por HERNÁNDEZ MORENO, lo cierto es que se olvida que el problema no es procesal sino sustantivo, aunque con alcances de regulación procesal, y aún colocados en el puro terreno procesal debe rechazarse la asimilación antes apuntada del derecho regional con el derecho extranjero, puesto que aquél no es un cuerpo extraño para ningún Juez que ejerza la jurisdicción en territorio español, sino que, al contrario, forma parte de la total sistemática del Derecho civil, si bien limitado en la esfera de su aplicabilidad a determinadas personas y en determinadas circunstancias, espaciales o temporales. Es por ello que HERNÁNDEZ MORENO afirma que «todo es consecuencia del principio de Derecho procesal iura novit curia. El Juez debe conocer el Derecho y debe aplicar el Derecho, y en el caso que nos ocupa, debe conocer todos los Ordenamientos jurídicos españoles». Paradójicamente es este principio procesal el que permite sustraer la regionalidad de un problema que se consideraría procesal si se tratara a ésta como a una mera cuestión de hecho, puesto que si el derecho regional forma parte del Ordenamiento jurídico patrio compartiendo el mismo rango jerárquico que el Código civil, hacer depender su aplicación de una pura cuestión de hecho, degradaría, no sólo la regionalidad, como afirman ANDREU KAMI, CERVELLÓ NADAL y otros, sino también el propio Derecho regional.
El segundo motivo por el cual se ha producido esta confusión por asimilación del derecho regional a una cuestión de hecho es consecuencia también de la tesis internacianalista. RIGAUX, citando a SAVIGNY afirma que los conflictos de leyes interterritoriales (interregionales) pueden ser resueltos con la ayuda de una ley nacional común y superior a los derechos locales (regionales). En la práctica se ha venido haciendo uso de esta solución, aplicando el Código civil en supuestos litigiosos que originaban dudas o conflictos respecto a la Ley a aplicar, considerando a dicho Ordenamiento como superior y común a los demás Ordenamientos regionales. Tal planteamiento pugna, de todos modos, con las disposiciones contenidas en el Título Preliminar del Código civil, cuyo artículo 12 declara que únicamente las disposiciones contenidas en este Título, junto con las disposiciones del Título IV, Libro I, son de aplicación obligatoria en todo el territorio nacional y sólo se le permite actuar como supletorio en defecto del que lo sea en cada uno de aquellos territorios en que subsista derecho foral. Todo ello da a entender que el Código civil no es un derecho de común aplicación a todos los territorios que conserven legislación o derechos especiales y, que por razones obvias, sólo las disposiciones de carácter general contenidas en el Título preliminar más las que regulan la organización familiar, son de común aplicación, sin excepción alguna, en todo el territorio nacional. Sin embargo, hay que reconocer que una vez publicadas las diferentes Compilaciones la cosa cambia un tanto y, el Código civil es ahora un Cuerpo en el que se contienen disposiciones comunes y no comunes. Ello ha sido debido no porque los Compiladores se hayan abstenido de regular ciertas cuestiones de forma distinta a la regulación contenida en el Código civil para las mismas, sino porque en aquellas materias donde la regulación era idéntica o similar, se ha tendido a evitar repeticiones que resultarían superfluas y antieconómicas. Así pues, en toda esta serie de cuestiones no reguladas expresamente y que los Compiladores remiten al Código civil, éste al pretender regular una determinada relación sujeta al ámbito propio del Derecho foral, se foralizará por vía de la aplicación del Derecho supletorio.
Es necesario concluir, pues, que la solución apuntada por RIGAUX no puede llevarse a término, puesto que esta ley común no es tal, como pretende su autor en una formulación excesivamente amplia. En cuanto a la hipótesis de que el Código civil pueda ser un Ordenamiento superior, ya se ha dicho que ningún precepto autoriza a realizar una afirmación en tal sentido, antes al contrario, las disposiciones del Código únicamente acceden al ámbito reservado al Derecho foral por la vía del derecho supletorio, lo cual es ciertamente contradictorio con la afirmación que se pretende formular.
Si en el exhaustivo recorrer de la solución por la vía del recurso a las normas conflictuales se ha observado que en el sistema se encuentran defectos, contradicciones y obstáculos, no sin dejar de constatar que pese a los mismos, la solución práctica que se ha adoptado en la mayoría de los supuestos, ha sido idéntica a la que proporciona dicho sistema; si se ha podido comprobar que un planteamiento así no resiste una crítica eficaz, a la vista está la pregunta que en tales ocasiones suele formularse: ¿no será que algo jalla en la base de este edificio que se ha intentado construir ignorando unas reglas del correcto proceder jurídico?
Evidentemente, algo falla y este «algo» estriba precisamente en la inexistencia del supuesto problema conflictual. SIMÓ SANTONJA define el derecho interregional como el conjunto de normas que determinan la legislación a que debe someterse una relación jurídica cuyos elementos integradores correspondan a regiones de diferente legislación civil, entendiendo por relación jurídica, según criterio de PUIG i FERRIOL, la relación de la vida práctica a la que el derecho objetivo da significado jurídico (CASTÁN), de la que aquel autor destaca dos de sus elementos, el subjetivo y el objetivo, como posibles para ser conectados a distintas legislaciones.
A la vista de semejante planteamiento, y trasladando aquí el supuesto de autos ¿es posible conectar a legislación que no sea la catalana alguno de los elementos de la relación conflictiva? Ciertamente que no, por la sencilla razón de que todos ellos, y en virtud de los mismos, todos los criterios de conexión posibles, vienen en señalar aplicable la legislación regional propia, pues como destaca PUIG I FERRIOL la norma de derecho interregional entra en funciones cuando los distintos elementos integrantes de una relación corresponden a distintas legislaciones, por lo que la existencia de conflictos legislativos entre los diversos Ordenamietnos civiles españoles, únicamente vendrá determinada en razón de que alguno de tales elementos venga conectado con una legislación distinta de la que corresponda a otro elemento de la misma relación, y ya se ha dejado bien sentado que en el caso que nos afecta todos los elementos de la relación obligatoria están conectados con el derecho especial de Cataluña. Sin embargo, ninguno de los demandados, a lo largo del proceso, hace alegación ni prueba de su regionalidad y solamente se limitan a invocar como infringida una norma de derecho regional. ¿Cómo puede entonces saber el Juez que todos los elementos de la relación están conectados a una determinada legislación, precisamente la invocada como infringida, si la parte interesada no hace gala del presupuesto para que la misma le sea aplicada, sin tener que recurrir al juego de las presunciones?
Ya se ha indicado más arriba el error que supondría hacer de la regionalidad una cuestión de hecho, que como tal, debe ser alegada y probada. Precisamente para evitar este inconveniente y fundándose en razones de una técnica exclusivamente legal de aplicación del Derecho, ANDREU RAMI, CERVELLÓ NADAL y otros han ideado un ingenioso sistema que no por ingenioso puede dejar de ser eficaz, mediante el cual la aplicación del Derecho regional se hace independiente de la regionalidad, y ello partiendo en su razonamiento de un supuesto, como el presente, en el que los demandados no alegan ni prueban su regionalidad.
Así pues, arrancando del principio legal que establece la territorialidad de las Leyes consagrado en el artículo 1.° del Código civil, en relación con el artículo 1.° de la Compilación que ordena que las disposiciones de la misma rigen con preferencia a las del Código, es de notar que el Juez que ejerza su jurisdicción en Cataluña vendrá obligado, a aplicar siempre de entrada las disposiciones contenidas en la Compilación, en virtud de lo dispuesto en el artículo 6." del Código civil (norma cuyo destinatario principal es el Juez) que determina la obligación que tiene éste de aplicar la ley.
El problema queda pues, resuelto para el caso de que ninguna parte alegue ni pruebe vecindad civil alguna {situación provisional de arregionalidad, según los citados autores), sin embargo, hacer depender la aplicación de la lex fori pata el caso citado de ausencia de alegación y prueba, significa lo mismo que decir que la regionalidad debe ser probada en el momento procesal oportuno, de lo contrario, si se resolviese directamente el fondo del asunto de acuerdo con la lex fori, se estaría presumiendo la regionalidad, que sigue siendo presupuesto para la aplicación material de la misma y que, en consecuencia, para no traicionar este punto de partida, debería probarse. En conclusión, es necesario desembarazarse de la carga que supone el hecho de presumir una deterrninada regionalidad o de subordinar la aplicación del derecho regional a una cuestión de hecho. Es por ello que los citados autores deciden prescindir de la presencia o ausencia de alegación y prueba de la regionalidad para aplicar el sistema descrito, y al operar esta desconexión hacen ciertamente independiente la aplicación del Derecho regional de la circunstancia previa de la regionalidad, haciendo de ésta la consecuencia de la aplicación de la Ley territorial y no presupuesto suyo.
En estas circunstancias, cuando ante un Tribunal que ejerza su jurisdicción en Cataluña (y lo mismo puede afirmarse del Tribunal Supremo cuando conoce de un supuesto en el que se invocan normas de derecho regional y procede además la causa de un Tribunal inferior que ejerce su jurisdicción en Cataluña) se invocan normas de Derecho regional catalán, éste habrá de conocer la cuestión de acuerdo con la lex fori, puesto que ésta supone un determinado Ordenamiento completo al que la jerarquía de fuentes aplicable vigente en este territorio señala como aplicable, y únicamente procederá la alegación y prueba de la regionalidad cuando la Ley territorial que se invocare sea distinta a la que rija preferentemente en aquel territorio donde el Juez ejerza su jurisdicción porque en tal caso la Ley territorial queda constituida como excepción, cuya virtualidad habrá que probarse, y en requisito para la beligerancia del precepto invocado 75, pues entonces la regionalidad sí deviene un supuesto de hecho para que la Ley invocada efectivamente sea aplicada.
Claro es que con semejante sistema puede prestarse fácilmente a abusos o fraudes según la conveniencia de las partes, las cuales pueden silenciar su verdadera regionalidad para que se les aplique la lex fori que, en circunstancias normales no les podría ser aplicada. Pero, como acertadamente señala HERNÁNDEZ MORENO, es éste un riesgo que se corre como consecuencia del principio de la aplicación de la lex fori, que en nada desvirtúa, no obstante, su necesariedad, porque si durante el proceso —sigue comentando HERNÁNDEZ MORENO— se le ofrecen al Juez medios idóneos para establecer una regionalidad distinta y rechazar de entrada la lex fori, el Juez debe obrar en consecuencia y aplicar efectivamente la Ley a la que las partes, de un modo fraudulento, pretendían sustraerse.
Así pues, obvio será concluir que para el caso que se contempla, el Juez tenía que haber examinado en primer término si los hechos alegados encajaban en el supuesto de hecho contenido en el artículo 322 de la Compilación, porque este Ordenamiento sería la lex fori aplicable tanto para el Juez de La Bisbal como para la Audiencia Territorial de Barcelona, en razón de los argumentos alegados más arriba. No obstante ello no impide que el Juez en un segundo momento, calificando la relación de mercantil y entendiendo que los supuestos fácticos no podían encajar en la normativa del artículo 322, rechazara la aplicación de la
Compilación en razón a una serie de argumentos que podrían ser alegados y que a continuación se intentarán analizar.
LA POLÉMICA EN TORNO A LA EXPRESIÓN DERECHO COMÚN
COMO SUPLETORIO DEL CÓDIGO DE COMERCIO. CONCLUSIÓN ACERCA DEL VALOR Y ALCANCE DEL SISTEMA DEL DERECHO SUPLETORIO
No hay duda en calificar de mercantil la relación que en la sentencia comentada es objeto de discusión. Los elementos que constituyen la misma provocan una declaración afirmativa en tal sentido. Tanto por la calificación subjetiva como comerciantes de los integrantes de la misma (la sentencia dice claramente que los demandados son comerciantes o que poseen negocios comunes y por otra parte el otro elemento subjetivo de la relación es el corresponsal de un Banco, cuyo estado de comerciante no puede ponerse en duda), como por la objetiva de pertenecer el acto en cuestión a la serie orgánica de la contratación de la empresa (¿no se aplicará el importe del crédito a las resultas de la gestión mercantil de la misma?) no puede negarse que el mandato en cuestión, pese a que el T. S. no diga nada al respecto, es un mandato o comisión mercantil, y tampoco sería exagerado afirmar que los tres demandados se hallan en situación societaria, por emplear un término de derecho anglosajón que diferencie un tanto la realidad que se describe de aquella análoga de las sociedades irregulares o de hecho, de las que tal vez podría constituir su especie. Aceptado tal planteamiento es incuestionable conectar la relación en cuestión a las disposiciones contenidas en el Código de comercio. En este momento es cuando se presenta el conflicto, ampliamente debatido por la doctrina 28 y la jurisprudencia acerca del valor que hay que atribuir a la expresión derecho común contenida en los artículos 2 y 50 del Código de comercio al que llaman para regular en defecto del mismo todo lo que no se halle establecido expresamente en dicho Código.
La cuestión, en la práctica, se ha reconducido a dos posiciones extremas. Según la primera de ellas que podríamos llamar civilista-foralista, hay que partir de la base de que el derecho mercantil es ley especial dentro de la global o general sistemática del Derecho privado, cuyo tronco común lo constituye precisamente el Derecho civil en su totalidad, es decir, el conjunto de ordenamientos civiles que en la actualidad constituyen nuestro sistema plurilegislativo civil (C. civil y Compunciones), erigiéndose pues, el derecho foral en supletorio del mercantil para todas aquellas relaciones por las que, en razón de sus elementos, exista una conexión con un derecho de este tipo. Por el contrario, la concepción mercantilista, que ha prevalecido doctrinal y jurisprudencialmente hasta la fecha de 28 de julio de 1968, en la que tiene lugar la publicación de la importante sentencia que marca el inicio de la corriente en sentido contrario, entiende que las reglas generales del derecho común a que hace referencia el artículo 50 del Código de comercio no son otras que las contenidas en el Código civil como disposiciones en las que se encuentran los principios generales de la contratación.
En síntesis los argumentos que se esgrimen para hacer equivalentes las expresiones Derecho común - Código civil se reducen a remontarse a la fecha de publicación de ambos textos legislativos e indagar en los precedentes y trabajos de preparación respectivos para extraer el exacto sentido que quiso dar el legislador con tan equívoca expresión. Y cada una de las tesis opuestas se han llevado el agua a su molino y han entendido 10 que han querido entender.
El artículo 50 del Código de comercio tiene su precedente inmediato en el artículo 234 del viejo Código de SÁINZ DE ANDINO en el que se establecía que «los contratos ordinarios de comercio están sujetos a todas las reglas generales que prescribe el derecho común sobre capacidad de los contrayentes y demás requisitos que deben intervenir en la formación de los contratos en general...» y según la doctrina más autorizada no hay duda de que las reglas generales del derecho común invocadas en este artículo son las contenidas en el Derecho civil de Castilla. Dos son las razones que apoyan esta tesis: una, el espíritu uniformador que inspiraba la labor codificadora, atendiendo a la declaración programática de la Constitución de 1812 y la Real Cédula que encabezaba la publicación del Código de comercio de 1829 y dos, que como pone de relieve DE CASTRO, la naturaleza misma del comercio exige la máxima racionalización y simplificación de su regulación jurídica.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando se publica el Código de 1885? Al entender de la tesis foralista la cuestión cambia radicalmente en base a un argumento de cabal importancia que es, en suma, el constituido por el cambio que experimentaron doctrina y trabajos preparatorios legislativos en cuanto a la valoración de los derechos forales. DÍEZ DEL CORRAL cree que la Exposición de Motivos del Código de comercio constituye una prueba decisiva del cambio en la mens legislatoris del significado de la expresión derecho común.
Ciertamente que la ya citada Exposición de Motivos se expresa de un modo un tanto ambiguo al decir que el derecho privado común es la base o parte general de los derechos privados especiales, y más adelante haciendo sinónimas las expresiones derecho privado común y derecho civil común con relación a los contratos mercantiles. «Las frases señaladas, continúa DÍEZ DEL CORRAL, demuestran bien a las claras que derecho común significa en el Código de Comercio derecho civil sin más. No hay indicio alguno de que se haya querido eliminar el derecho foral». Mucho hay que temer, pese a los esforzados razonamientos de este sector doctrinal, que el legislador de 1885 no pretendiera otra cosa que plasmar idéntico significado al contenido del artículo 234 en el articulado del nuevo Código. Entender lo contrario significaría tanto como un trastorno en la jerarquía normativa de la época. De todos modos no vamos a entrar ni salir de la cuestión, puesto que éste no es nuestro propósito sino simplemente apuntar, como se ha dicho, los diferentes argumentos que se esgrimen en favor de una u otra tesis.
A la alegación formulada por DÍEZ DEL CORRAL sobre la significación de la expresión derecho común responde DE CASTRO con energía, afirmando que en el párrafo correspondiente de la Exposición de Motivos, fechada en 1882, se contrapone el Derecho mercantil, con la condición de Ley especial, al Derecho civil o común, que se considera supletorio de todas las leyes especiales. No nos dice qué es lo que entiende por Derecho supletorio, pero ello está dicho en el texto contemporáneo del Proyecto de Código civil. El proyectado Código civil se pensaba sería supletorio de la legislación mercantil, en cuanto sucesor y sustituto del Derecho civil llamado de Castilla.
Es por estas circunstancias y por las de coincidencia de fechas y cargos en la persona de ALONSO MARTÍNEZ como Ministro de Justicia que refrenda a su vez el Proyecto de Código de comercio y la Ley de Bases del Código civil, que POLO puede afirmar que «no debe extrañarnos que cuando el Código de comercio emplea la expresión derecho común se refiera al que como tal se estaba codificando en aquel momento, que era, aunque denominado impropiamente, el Derecho de Castilla, por oposición a aquellas normas forales a las que se atribuía carácter especial, local o regional».
A toda esta serie de consideraciones opone PUIG i FERRIOL un nuevo argumento basado en que la expresión derecho común no la emplea el legislador de 1889, y únicamente aparece al redactarse la disposición LAU derogatoria, pero con un sentido bien distinto al expuesto hasta ahora; en efecto, establece el Código civil en su artículo 1.976 que «quedan derogados todos los Cuerpos legales, usos y costumbres que constituyen el Derecho civil común», expresión ésta que tiene el sentido que le da la base 27 cuando establece que «la disposición LAU derogatoria será general para todos los cuerpos legales, usos y costumbres que constituyen el Derecho civil llamado de Castilla...» PUIG I FERRIOL al interpretar esta relación de preceptos entiende que la expresión derecho común que aparece en el artículo 1.976 equivale a Derecho civil común de Castilla, único afectado por la disposición derogatoria del Código.
Sin embargo, esta interpretación parece exceder del marco en el que el legislador coloca el término derecho común, pues como señala DE CASTRO el artículo 1.976 de la redacción primitiva del Código civil establece la derogación de las disposiciones que constituyen el llamado Derecho civil de Castilla y añade que esta sustitución de términos obedece a una simple corrección de estilo, puesto que la estricta interpretación de la base 27 permite asentar una afirmación en tal sentido por el hecho de que hace sinónimas las expresiones derecho común y Derecho civil llamado de Castilla. Y si por si acaso quedaba duda, el Preámbulo del Proyecto de ley presentado a las Cortes, acompañando las Bases del Código civil que recibiría sanción definitiva por Ley 11 de mayo de 1888 aclara lo que el legislador entiende acerca del carácter del derecho que se codifica cuando dice: «así como la Codificación del Derecho común que podemos llamar, aunque impropiamente, por un uso admitido Derecho de Castilla...». Por último en la Exposición que dio cumplimiento a lo ordenado por la Ley de 26 de mayo de 1889, mandada publicar por Real Orden de 29 de julio de este año, se lee: «una de las cuestiones más debatidas viva y extensamente en ambas Cámaras fue la de la subsistencia del derecho foral, en las relaciones entre los habitantes de las provincias y territorios que lo conservan y las de los territorios y provincias que se rigen por el derecho común». Todo ello permítele afirmar a POLO 39, como ya se ha dicho más arriba, que el derecho común, que como tal se estaba codificando, no puede ser otro que el Derecho civil de Castilla.
En la actualidad, una vez se han publicado las diferentes Compilaciones de Derechos torales o especiales, vuelve a plantearse de nuevo el problema pero esta vez en una nueva dimensión, pese a que la solución estaba ya prevista en el artículo 12 del C. civil. Sin embargo, como señala PUIG i FERRIOL, dicho artículo 12 que establece el carácter supletorio del Código civil respecto del que lo sea de último grado en Cataluña, por ejemplo, como territorio con derecho civil propio, estaba destinado a no tener aplicación práctica, pues por obra de aplicación del Derecho en los Tribunales se venía haciendo uso del Código civil como instrumento encaminado a solucionar toda suerte de cuestiones, ensanchando así la base del mismo y haciendo de muchas de sus disposiciones un verdadero derecho común o general. Y en el estado actual no puede dudarse que el Código contiene ya disposiciones de aplicación general para todos los ordenamientos civiles españoles. Pero, sin embargo, no puede todavía afirmarse que el Código civil en bloque, es decir, todas sus disposiciones posean el carácter de derecho común y por tanto es erróneo llamar al Código civil por el nombre de derecho común. Y ello porque como señala PUIG i FERRIOL tal expresión envuelve una idea de jerarquía, pues el mismo se reputa como principal, y el foral tendría el carácter de subordinado, por lo menos en ciertos aspectos al común. Sin embargo la equiparación absoluta entre todos los Ordenamientos consagrados por la Ley lleva a considerar en la opinión de PUIG i FERRIOL que el derecho civil llamado de Castilla efectivamente era derecho común, pero sólo de Castilla, lo cual equivale a afirmar que existen tantos derechos comunes como derechos forales especiales subsistan en España, contradiciéndose de este modo el carácter común, general o global que un derecho de tal clase debe tener.
A la vista de todas estas consideraciones se ha argumentado que el artículo 1." de la Compilación en relación con el artículo 12 del Código Civil establece que aquel Cuerpo será de principal aplicación en todas las materias reguladas por la misma. En efecto, nadie duda que la Compilación poseerá una primacía en su aplicación respecto al Código civil en todas aquellas cuestiones cuya materia esté regulada en la misma, ¿pero es que acaso la Compilación pretende regular cuestión mercantil alguna? Muy lejos de este propósito se colocaron los Compiladores y todo ello pese a la contusa redacción de los artículos 321 y 322, el primero porque quiere o parece otorgar el beneficio a la mujer no comerciante que otorgue una fianza mercantil en razón de que sólo se excluye del mismo a las que ejercen el comercio y el segundo por los absolutos términos en que está formulado. En efecto, establecer que las disposiciones contenidas en los artículos 321 y 322 son aplicables a las obligaciones mercantiles significa tanto como afirmar que la Compilación deroga el sistema de jerarquía normativa del Código de comercio y ello no es posible por varias razones.
En primer lugar, cada Ordenamiento tiene un ámbito de vigencia propio delimitado en el marco espacial de sus normas por el contenido o naturaleza de las mismas y ello lo prueba en el campo de las relaciones entre Derecho civil y Derecho mercantil, el hecho de que este último haya nacido desgajado del tronco común de aquél como derecho especial o excepcional para una categoría o clase determinada de personas. Así pues, el Código de comercio se aplicará en primer lugar para regular las relaciones calificadas como estrictamente mercantiles, dejando para la órbita de competencia propia del C. civil o de las Compilaciones todas aquellas relaciones que por su naturaleza, no tengan la condición de tales. Entender que los artículos 321 y 322 se aplican sin excepción alguna a toda clase de intercesiones prescindiendo de la naturaleza jurídica de las mismas, significa tanto como decir que el Código de comercio es supletorio del Código civil o de la Compilación, puesto que se ha invertido el sistema de jerarquía de normas contenido tanto en el Código de comercio como en el Código civil, cuyo artículo 16 dispone que en las materias que se rijan por leyes especiales, la deficiencia de éstas se suplirá por las disposiciones de este Código. Ello permite sentar dos series de consideraciones: una, la de que en materia comercial se aplicará primero el Código de comercio, y otra, que en defecto del mismo no hay razón legal alguna para excluir la aplicación subsidiaria o supletoria del Código Civil, puesto que tanto aquél como éste establecen de un modo expreso su plena vigencia, aunque con el carácter de subsidiariedad que le compete.
En segundo lugar hay que advertir, como señala GARRIGUES siguiendo a PISKO, que las normas del Código de comercio preceden en su aplicación al Derecho común, aunque la norma civil sea más moderna o especial que la norma mercantil. En las relaciones entre Derecho civil y Derecho mercantil el principio la norma mercantil precede a la civil sustituye los clásicos dogmas jurídicos lex posteriori derogat priori, lex specialis derogat generalis. Queda claro por tanto, la cuestión de que la Compilación no ha podido derogar en el orden de prelación de fuentes de la materia mercantil al Código de comercio puesto que ambos tienen una órbita de aplicación en esferas totalmente separadas y el único puente de conexión que entre ambos cabría establecer sería el Código civil, concebidas algunas de sus particulares disposiciones como derecho común, tanto con respecto a la Compilación como al Código de comercio. Con ello se alude a la posibilidad de que en materia de contratación haya que recurrirse a las disposiciones generales que en esta materia están en vigor, única manera de dar sentido a la expresión derecho común referida a los contratos, como normas en las que se contienen los requisitos de capacidad, requisitos específicos de cada contrato, efectos, etc., que indudablemente no habrá más remedio que buscarlos en el Código civil, puesto que las Compilaciones guardan silencio al respecto. Es decir, que tanto para un ordenamiento (C. Co.) como para el otro (Comp.) habrá que recurrirse siempre al Código civil cuando sea necesario definir, por ejemplo, el contrato de compraventa. Las parcelas del Ordenamiento jurídico en las cuales se aplica cada uno de estos cuerpos quedan así, perfectamente delimitadas.
Evidentemente sostener esta tesis lleva como conclusión afirmar que las obligaciones mercantiles quedan sustraídas del ámbito propio de la Compilación, y por tanto una fianza otorgada por mujer casada en favor de su marido documentada en forma de aval cambiario, sería válida, pese a la nulidad radical con que sanciona la intercesión el artículo 322 de la Compilación. A ello se ha objetado, con razón, el fraude que supone documentar una forma determinada como la mercantil y sustraerla del ámbito de la prohibición. Pero ello es consecuencia, ni más ni menos, de la escisión en la regulación legal de las obligaciones en dos Códigos distintos (el civil y el mercantil) y por tanto, la solución más correcta estriba en que su formulación debe ser hecha en el campo de la unificación de las obligaciones, cerrando de este modo un capítulo de dudas, discusiones y vacilaciones. Por otra parte, y situando de nuevo la cuestión en el marco de su regulación actual es perfectamente lícito en la nulidad radical de la intercesión de la mujer casada en favor de su marido, mientras la obligación cambiaría subsiste válidamente puesto que aquel negocio no afecta para nada al carácter abstracto del título, que le permite vivir con independencia absoluta de su causa.
También existe el error, firmemente arraigado, de considerar que lo que realmente diferencia a una fianza civil de otra mercantil es únicamente su forma. Hay que entender que la fianza es sólo un tipo del género intercesión en el cual caben diversas figuras y, por lo tanto, es ya difícil suponer que las intercesiones entre sí se diferencian por su forma únicamente. No hay que olvidar que conforme a la moderna doctrina del acto de comercio es necesario entender por tal no al acto aislado, sino al acto orgánico que forma parte de la serie de los que constituyen el volumen de la contratación de una empresa y siempre dentro de la órbita particular de su giro o tráfico. Los actos aislados, realizados ocasionalmente y fuera de todo presupuesto de contratación masiva o seriada, pueden tener forma mercantil, pero quedarán fuera de la materia específicamente mercantil. De este modo una fianza civil de otra mercantil no se diferencia únicamente por su forma sino también por su contenido, por sus elementos subjetivos y por la finalidad que posee en el tráfico. La forma quedará en un segundo plano, cuya fuerza se manifestará principalmente en el ámbito de las obligaciones cambiarías.
Aclarados los términos anteriormente expuestos será necesario situar dentro del mismo plano los requisitos de capacidad para celebrar contratos estrictamente mercantiles. Ya se ha dicho más arriba, que cuando no existan disposiciones específicamente aplicables a un cierto contrato será preciso recurrir a las disposiciones que rigen los principios fundamentales en materia de contratación y debido a la ambigua regulación del Código de comercio respecto al acto mercantil, dichos principios fundamentales entrarán precisamente en beligerancia cuando el acto de comercio en cuestión vaya a ser realizado por un no comerciante. En otras palabras, la doctrina distingue en esta materia la capacidad para el ejercicio habitual del comercio y la capacidad para realizar actos aislados de comercio, pero ya se ha dicho que tales actos tienen sólo de mercantiles la forma, y por lo tanto es lógico que para regular la capacidad de quien contrate aisladamente sea preciso acudir a aquellas disposiciones reguladoras de la capacidad de obrar de las personas, pero de ningún modo se sentirá esta necesidad cuando el acto sea verdaderamente mercantil, es decir, acto seriado y orgánico partícipe del tráfico comercial de una empresa, porque en este caso quien tiene capacidad para ejercer habitualmente el comercio, o en otras palabras quien tenga capacidad para ser titular de una empresa mercantil y obligarse como tal, poseerá capacidad plena para realizar cuantos actos contenidos en el Código de comercio haya y tantos otros de naturaleza análoga. La interpretación contraria sería opuesta a la lógica más elemental puesto que las disposiciones en materia de capacidad que contiene el Código de comercio están formuladas de un modo general para todo tipo de acto verdaderamente mercantil y no hay razón para excluir a alguien que supuestamente capaz para ejercer el comercio sea incapaz para determinado tipo de negocio. Tampoco hay razón para entender que en este supuesto existe una laguna, pues laguna en el sistema legal español existirá únicamente cuando la Ley nos ofrezca una regla positiva conforme a la cual hay que resolver, pero dentro de ella queda un supuesto sin determinar ¥>. Es evidente que para el caso que nos ocupa, en el supuesto de que la mujer casada sea titular de una empresa, el Código de comercio establece ya todos los requisitos para que, si son de conformidad, pueda ésta válidamente actuar en el tráfico, pero, no obstante, podría pensarse también que para un determinado acto o hecho, fuere necesario una regulación distinta de la norma general. En este caso habría laguna, a juicio de GARRIGUES, en el sentido de que repugna la solución que para ese caso da la ley, pero sólo las lagunas de la primera especie deben ser colmadas con los preceptos del Derecho civil común y ya se ha demostrado que para el caso que nos afecta la laguna de tal índole, cuya forma de colmar se solicita, cierto es que no existe, y por lo tanto son suficientes los preceptos del Código de comercio para regular la cuestión sin limitación alguna.
En conclusión, la polémica que se planteaba acerca del valor que debe otorgarse a la expresión derecho común carece de sentido si se sitúan los términos de la misma en sus justos límites. No hay razón de acudir al derecho supletorio, sea cual fuere el valor que se pretenda dar al mismo, puesto que el Código de comercio contiene todas las disposiciones necesarias en materia de capacidad. Así pues, para que la mujer casada pueda ejercer el comercio, exige el Código únicamente el requisito especial de la autorización del marido, amén de la mayoría de edad y la libre disposición de los bienes, autorización que se presume concedida siempre que no conste su expresa oposición por los medios de publicidad que otorga la Ley para la misma, sin más limitaciones y, prescindiendo que en alguna legislación foral una norma prohibitiva impida a la mujer afianzar deudas del marido, limitando de este modo su capacidad.
A este argumento se ha opuesto recientemente la tesis de que al estado civil de comerciante debe superponerse siempre, por razones de orden público, el estado civil de mujer casada y como en Cataluña la prohibición de interceder es una consecuencia de este estado, no hay duda de que es necesario prescindir de la naturaleza civil o mercantil de las obligaciones, para aplicar la ya citada prohibición y que, para el supuesto de que la mujer casada ejerza el comercio sin limitación alguna en la esfera de su capacidad hubiera sido necesario que el legislador mercantil derogara expresamente la prohibición, contenida en 1885 tanto en el usatge omnes causae y Recognoverunt proceres como en la ley 61 de Toro, puesto que así lo hace en el supuesto particular de la administración y gestión de los bienes de la sociedad de gananciales. ¿Pero es que acaso esta derogación para el ámbito de las obligaciones mercantiles no puede entenderse implícita en los generales requisitos de capacidad contenidos en el artículo 4.° del Código de comercio? Si al menos no cabe hablar de derogación, sí cabe hablar y así hay que entender, que las ya citadas disposiciones dejan sin efecto las limitaciones en la esfera personal de la capacidad de obrar de la mujer casada catalana por las necesidades intrínsecas del tráfico mercantil que exige la supresión de toda traba, como ya ponía de manifiesto la liberal Exposición de Motivos del C. de comercio en 1882. Entender lo contrario y mantener a toda costa la omnipresència de los artículos 321 y 322 de la Compilación es dar un paso atrás en la renovada vigencia del Derecho civil especial de Cataluña, impidiendo su desarrollo lógico y perturbando la especial naturaleza jurídica de las normas mercantiles, dejando un tanto a un lado toda cuestión ya tratada49 acerca de la inversión jerárquica de la normativa del derecho supletorio y la innecesariedad de acudir a dicha vía cuando la mujer casada es titular de una empresa.
LA SOLIDARIDAD OBLIGACIONAL PASIVA COMO CONSECUENCIA DE LAS OBLIGACIONES CONTRAÍDAS EN EL CURSO DE LA EXPLOTACIÓN DE UNA EMPRESA. COMENTARIO AL ARTÍCULO 322, 2 DE LA COMPILACIÓN
Para evitar que en lo sucesivo el artículo 322 de la Compilación siga causando perturbaciones en contra del propósito original de su inclusión en el ámbito de la Compilación como beneficio otorgado a la mujer, es necesario, mientras no sea derogado, impedir que sus injustos efectos sigan causando estragos. Prescindiendo un tanto de la cuestión de la supletoriedad del derecho foral, dos son básicamente las soluciones estudiadas: ampliar el ámbito de sus excepciones y reducir el propio de su aplicación. En cuanto a la segunda ha sido ya tratada suficientemente en el apartado anterior y respecto a la primera y a las posibilidades que ofrece ampliar el concepto de inversión en utilidad, BADOSA COLL ha hecho ya un suficiente y brillantísimo análisis al que se hace remisión en este punto con el fin de evitar repetir lo que este autor ha tratado ya de un modo impecable.
Sin apartarnos de esta tónica, es necesario proceder de idéntica manera con respecto al párrafo 2º del artículo 322 de la Compilación, que establece que cuando marido y mujer se obliguen conjuntamente, ésta aunque participasen otras personas, responderá con carácter mancomunado simple. ¿Hasta qué punto puede incidir esta prohibición de solidaridad pasiva en las obligaciones contraídas por marido y mujer conjuntamente, en el curso de una explotación mercantil o industrial y por razón de la misma, prescindiendo como ya se ha dicho del problema de la supletoriedad del derecho foral?
Una correcta razón metodológica impone en primer término realizar un análisis a través del cual se halle la causa de la ya citada prohibición. A nadie puede escapársele que el art. 322, 2 es un mero apéndice del 322, 1, pero en lugar de sancionar la obligación conjunta marido-mujer con la nulidad absoluta asigna la escisión de la deuda en cuotas separadas con la finalidad de que no se burle la prohibición del artículo 322, 1 53. En efecto, la solidaridad pasiva entraña una cotitularidad de deuda en la que cada parte se obliga frente al acreedor común por la totalidad del importe del crédito, cubriendo así la parte ideal que corresponde a los demás. De este modo cada parte es a su vez intercedente e intercedida recíprocamente desde que nace la obligación hasta que se produce el pago total por una de ellas, extinguiéndola. Esto por lo que toca a los efectos externos de la misma, es decir a las relaciones acreedor-deudores; en cuanto a los internos el artículo 1.145 del Código Civil establece que una vez pagada la deuda por uno de los coobligados renace entre ellos la mancomunidad. Ello significa que el deudor que paga de una vez y por todas, paga lo que realmente debía más la parte correspondiente a los demás que formalmente no debía, pero que frente al acreedor común aparece de este modo y precisamente la diferencia de cuantía entre lo que debe formalmente y lo que debe materialmente es el valor que indica de una manera decisiva la cuantía de la intercesión. En realidad, como señala BADOSA COLL, lo que identifica a la solidaridad pasiva como una forma de intercesión es el cumplimiento de una función idéntica de asunción de responsabilidad en favor o beneficio ajenos. Está claro, pues, que estructuralmente solidaridad pasiva e intercesión son conceptos equivalentes y ello es la causa de que aquélla se prohiba en el ámbito de las relaciones obligatorias conjuntas marido-mujer, permitiéndose únicamente una asunción de deuda a título individual en cuotas distintas y separadas.
Concebida esta prohibición en sus términos más absolutos se llegaría necesariamente a la conclusión de que la mujer casada catalana no puede ejercer conjuntamente el comercio con su marido. A tal consecuencia llega PUIG i FERRIOL quien afirma que «a la mujer casada catalana comerciante le estará prohibido efectuar toda clase de actos de comercio con su marido» ¿Qué es lo que induce a PUIG I FERRIOL sentar tan tajante afirmación? ¿Acaso no estará presuponiendo algo que resuelva prematuramente la cuestión?
En el apartado anterior se ha esbozado un supuesto un tanto forzado, que no obstante puede servir de punto de partida para analizar las consecuencias que en la solidaridad obligacional pasiva puede tener la aplicabilidad del art. 322, 2. Se ha dicho que los tres demandados se hallan en situación societaria para indicar aquel tipo en el que se encuentran los diversos partícipes de un negocio común. A tal efecto, señala DÍEZ PICAZO, que cuando una o varias personas produzcan con su conducta la impresión que una determinada situación jurídica existe entre ellas, esta situación debe considerarse válida frente a ellas (constitución tácita de sociedad).
El esquema que se apunta en esta situación es el siguiente: tres personas, marido, mujer y un tercero explotan conjuntamente una empresa mercantil, pero entre ellos no hay pacto social, al menos manifiesto. Según DÍEZ PICAZO este pacto se presume concluido tácitamente, con lo que la situación societaria anteriormente descrita, vendría a equipararse a las llamadas sociedades irregulares o de hecho, cuyo correspondiente más próximo en Derecho sería, en todo caso, el de la sociedad regular colectiva, parangón éste, necesario, al menos a efectos de responsabilidad. Así pues, no cabría duda que las deudas asumidas conjuntamente por los partícipes de la situación anteriormente descrita, a resultas de la explotación mercantil de su empresa, vendrían contraídas con el carácter de solidarias, por aplicación analógica del artículo 127 del Código de Comercio, y como garantía que el Derecho ofrecería al tráfico, protegiendo tanto al acreedor como a la integridad de la explotación.
Llegados a este punto renace otra vez la polémica, puesto que según el esquema anteriormente descrito, uno de los partícipes en la relación obligatoria que se toma por hipótesis es una mujer casada catalana a la que en principio la norma del artículo 322, 2 de la Compilación impide responder solidariamente ¿Cómo hay que resolver la cuestión?
PUIG I FERRIOL toma partido en la cuestión en el sentido de que su posición debe llevarse hasta sus últimas consecuencias. A la mujer casada no le está permitido realizar actos de comercio con su marido, pero tampoco le está permitido participar como elemento subjetivo en una relación societaria como la expuesta, porque de este modo burlaría la prohibición establecida en el artículo 322, 2 de la Compilación. Sin embargo, es de lamentar que no razone su postura y se limite únicamente a rebatir la tesis contraria mantenida por CONDOMINES -FAUS, aduciendo en favor de su tesis la irrenunciabilidad del privilegio contenido en dicho artículo, 322, 2, cuya eficacia se produce de un modo general y absoluto.
El error de esta tesis radica en utilizar los conceptos empleados en la prohibición de la Compilación en su esencia química más pura. El artículo 322, 2 de la Compilación no hace más que reafirmar el principio general de mancomunidad contenido en el art. 1.137 del Código civil. Esta conexión entre Compilación y Código civil opera de un modo inmediato, limitando el ámbito de la prohibición a sus justos términos. En opinión de BADOSA COLL la prohibición de la solidaridad obligacional pasiva se refiere sólo para el caso de que tenga un origen convencional, es decir a la pactada contra el principio general, pues en este supuesto la mujer se empobrece o perjudica voluntariamente, pero no a la legal. En efecto, el artículo 1.137 del Código civil prevé la posibilidad de que la obligación solidaria proceda de la ley. Como ejemplos de la misma se aducen el de los mandantes que nombran mandatario común (artículo 1.731 del Código civil), el de los herederos del deudor que responden solidariamente frente al acreedor de éste (art. 1.084), el de los comodatarios a quienes se prestó conjuntamente una cosa (art. 1.748), el de los gestores de un negocio ajeno, cuando sean varios, frente al dueño de éste (art. 1.890, 2.0)60. Y es claro que cuando la Compilación habla de que se obliguen conjuntamente está marcando la pauta hacia la exclusión de este tipo de solidaridad. Cuando la Ley establece una excepción al principio general de mancomunidad es porque entiende que existe un interés legítimo que hay que proteger con primacía, por lo que la prohibición del artículo 322, 2, cuando marido y mujer deban responder solidariamente por imperio de la Ley, no puede prevalecer, pues a una excepción a la regla general no cabe aducir que la misma regla sienta el principio opuesto, porque con ello se irían al traste todas las excepciones.
Todavía dentro del marco de la solidaridad legal podría esgrimirse que pese a que marido y mujer concluyan un contrato, p. ej. de mandato como en el supuesto de autos, conjuntamente, en calidad de mandantes, aunque la Ley establezca que ambos deben responder solidariamente, su obligación es puramente contractual y por lo tanto voluntaria, y en función del principio de autonomía de la voluntad cabría dar juego aquí a la exclusión del principio legal y, si las partes por su voluntad pueden excluir la aplicación de tal principio, ¿por qué razón no cabría hacerlo en virtud de la aplicación de una norma legal? Sin embargo ello no es posible porque la Ley prevé los efectos de la solidaridad de un modo directo y no por entender que en tales casos existe una presunta voluntad de las partes que como tal podría excluirse por pacto. La razón última estriba en considerar al acreedor como poseedor de un título privilegiado frente a los co-obligados solidarios y este privilegio no puede devenir inoperante porque uno de los partícipes de la relación obligatoria sea una mujer casada.
Ya se ha apuntado más arriba que la solución a un problema tan delicado como es el de las relaciones entre el Código de comercio y la Compilación respecto de las prohibiciones contenida sen los artículos 321 y 322 de esta última, debía realizarse en el marco más amplio y sistemático de la posible unifición de las obligaciones. En una sistemática tal, sería necesario inclinarse por el principio contrario al contenido en el artículo 1.137 del Código civil, es decir por la solidaridad como regla y la mancomunidad como excepción porque así se manifiesta más congruente con el tráfico y con la esencia de la obligación. La identidad de vínculo, la comunidad de intereses, la causa única en la obligación y la necesaria protección del acreedor en el tráfico masivo, seriado y orgánico, cada vez más extenso en su ámbito subjetivo, motivan que sea necesario predicar el principio de solidaridad como extensión del principio que rige en las obligaciones mercantiles.
Cierto es que el principio de solidaridad en las obligaciones mercantiles no está formulado de un modo expreso, pero ello no impide que pueda presumirse. En efecto, numerosos preceptos establecen la responsabilidad solidaria para aquéllos que se obligan en la forma prescrita por la Ley y no es absurdo pensar, como opina la más autorizada doctrina, que detrás de todos ellos late la idea de que en toda obligación mercantil la solidaridad debe venir impuesta como consecuencia lógica de la naturaleza de la misma, porque la regla de mancomunidad es inadecuada a las exigencias del tráfico mercantil, en el cual las operaciones se hacen generalmente a crédito. El acreedor desea asegurarse el pago, estableciendo la solidaridad entre su deudor y otras personas, que en definitiva funcionan como fiadores suyos. La solidaridad pasiva refuerza el vínculo y en definitiva facilita el cumplimiento de los contratos mercantiles M. Sentadas ya estas consideraciones, nada obsta en calificar la regla de solidaridad en las obligaciones mercantiles como legal presunta, con lo que llegaríamos a la conclusión lógica de que en caso de colisión entre el art. 322, 2 de la Compilación y una obligación mercantil conjuntamente marido y mujer deberá resolverse siempre en favor de mantenimiento de la solidaridad en la obligación y su no conversión en mancomunidad porque en el tráfico mercantil el interés del acreedor es superior al interés de la mujer casada y el Derecho prefiere, puesto a mantener privilegios, escoger en favor del privilegio del acreedor porque de este modo protege también el tráfico, al cual deben subordinarse las particulares exigencias que justificarían la prohibición.
Es preciso concluir, en contra de la afirmación de PUIG i FERRIOL que a la mujer casada catalana le está absolutamente permitido explotar una empresa mercantil juntamente con su marido, porque ello es lo más congruente con la lógica y con la realidad del tráfico mercantil en el que los supuestos de esta explotación conjunta son innumerables. Otra cosa significaría mantener la incapacidad de la mujer en las obligaciones mercantiles contraídas conjuntamente con su esposo, lo que determinaría la conversión de su responsabilidad en mancomunada que al chocar con el principio opuesto mantenido en materia mercantil las viciaría de una nulidad especial, y por el contrario mantener la plena capacidad cuando ésta contratare en nombre propio y exclusivo, todo lo cual es contrario a las reglas de la lógica más elemental y contradice también los propósitos de los compiladores catalanes que establecen para la mujer casada una entera libertad de contratación en su esfera particular, pudiendo gravar e incluso enajenar sus bienes privativos sin licencia ni consentimiento de su marido. ¿Es ello compatible con la imposibilidad de esa misma mujer para actuar en el tráfico mercantil conjuntamente con su marido? Y por último ¿sería muy extravagante afirmar que la intercesión recíproca marido-mujer que supone la responsabilidad solidaria nacida de la contratación en el curso de una explotación mercantil representa una verdadera inversión en utilidad para la mujer porque la solidaridad perjudica y beneficia a ambos cónyuges por igual?