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Sentència 22 - 5 - 1972
ARRENDAMIENTOS URBANOS.- EJERCICIO DEL DERECHO DE SUBROGACIÓN A TITULO HEREDITARIO EN LOCAL DE NEGOCIO OCUPADO POR UNA FARMACIA.- CONSIDERACIONES ACERCA DE LA ESTRUCTURA EMPRESARIAL DE LA FARMACIA (Sentencia del Tribunal Supremo)

 

I. Antecedentes

Don Arturo, propietario de unos bajos ubicados en un inmueble sito en la localidad de Tarragona, los arrienda en el año 1929 a don Serafín, quien los emplea para explotar una farmacia. Fallecido don Serafín en 1968, su esposa doña Ana María comunica al propietario su intención de seguir explotando el negocio de su difunto esposo, alegando su cualidad de legataria, a lo que el propietario de los locales, don Arturo, no pone ningún reparo, extendiendo el recibo de pago de las rentas a nombre de la citada señora doña Ana María. Sin embargo, no pudiendo explotar personalmente el citado negocio por carecer de los requisitos legales que la habilitarían para ejercer la profesión de farmacéutico, doña Ana María contrata los servicios de doña Marta, licenciada en Farmacia, la cual se pone al frente del negocio. Don Arturo se opone a ello considerando que doña Ana María ha incumplido al ceder, traspasar o subarrendar el local a doña María, quien replica diciendo que la relación que existe entre ambas es una relación de servicios o empleo, puesto que doña María cobra un sueldo fijo independientemente de los resultados de la explotación del negocio y que de ningún modo ha habido traspaso del local, pues ella sigue considerándose titular del negocio que explota personalmente, pero que dirige doña María, gracias a sus conocimientos profesionales.

II. Considerandos de la resolución

Considerando: Que según los términos de la ley arrendatida urbana, por el mero hecho de la muerte del arrendatario de local de negocio ocurrida durante la vigencia del contrato, el heredero sustituirá al arrendatario en todos sus derechos y obligaciones, y a falta de éste o de su deseo de continuar el arrendamiento, el socio, e interpretando tal precepto, la Sala sentenciadora, ha afirmado en el presente caso litigioso, que la viuda del titular fallecido se halla subrogada legalmente en los derechos arrendaticios del mismo, por ser indiferente que la atribución de ese derecho se realice a título de herencia o de legado, en la sucesión testada, afirmación ésta que ha dado origen al planteamiento de los dos primeros motivos del recurso, en los que se denuncia la infracción del artículo 60 de aquélla ley, y en los que sobre una base de una diferenciación entre una y otra institución, «legado» y «heredero», pretende el recurrente acreditar la equivocación, que dice cometida en la sentencia que se recurre, sin tener en cuenta que el ámbito del Código Civil, y en el de la LAU, de aplicación y vigencia en todo el territorio nacional, la interpretación del artículo 60 de esta última en cuanto a la sustitución en la relación arrendaticia del local de negocio, alcanza, corno se ha dicho anteriormente en primer lugar al heredero del arrendatario, sin olvidar claro está que la viuda de éste es heredera forzosa del mismo, porque así lo establece el artículo 807-3.° del Código Civil, sin que la disposición de un «legado» a su favor, la exima de su condición de «heredera», por lo que gozando de esta cualidad, y habiendo notificado la subrogación, como exige la doctrina jurisprudencial no pueden exigirse otros requisitos por el arrendador, que la ley no impone, sin que ello pueda quedar alterado, por estas manifestaciones que extemporáneamente se contienen en dichos motivos, relacionados con el supuesto sometimiento de los cónyuges a la regionalidad foral catalana, y consiguiente aplicación de sus preceptos, que al no haber sido objeto de alegación alguna en los escritos fundamentales del pleito, ni por tanto, cuestión debatida y resuelta en los autos, hace inoperante atenderla en esta fase extraordinaria del proceso, cuando la litis discurrió sustantivamente por la senda de la legislación común, y cuando a mayor abundamiento, no han sido denunciados como infringidos a los efectos de la casación, los preceptos que el recurrente cita en apoyo de la cuestión alegada, señalada en esta fase del procedimiento por primera vez, por lo que declinan ambos motivos.

Considerando: Que denuncia el recurrente en el motivo tercero un supuesto error en la apreciación de la prueba, sobre la base, no del resultado de la documental o pericial que señala la causa cuarta del artículo 136, lo que ya de por sí, y por esta sola circunstancia ha de rechazarse el motivo, sino que lo que plantea es una cuestión de «carga de la prueba» que no tiene encaje en aquélla, y cuando además no se negó por el recurrente en el curso de los autos, la afirmación hecha por la demandada, incluso en la carta que por ésta le fue dirigida a aquél, en cuanto a testamento válido y de última voluntad del causante; y como el motivo cuarto, pretende el análisis y estudio de una cuestión surgida con posterioridad al planteamiento y resolución del proceso, aparte de que ello no tiene trascendencia a los efectos de la litis en la forma planteada, se hace inviable el motivo.

Considerando: Que el motivo quinto va encaminado también a acreditar un manifiesto error en la apreciación de la prueba en relación con la única causa de resolución en que se apoya el escrito de demanda, cual es la del supuesto traspaso o subarriendo que por parte de la viuda del fallecido arrendatario, se dice, ha llevado efecto en favor de la Regente nombrada para la continuación de la explotación de la Farmacia, y como dada la afirmación sentada en la resolución que se recurre, negativa de aquella cesión según la apreciación probatoria obtenida por el Tribunal sentenciador, ella no puede quedar desvirtuada por el contenido de estos recibos y resguardos que sirven de base al motivo estudiado, ya que ellos no contradicen el fallo, por lo que decae ésta, y por tanto, y en resumen de todo lo expuesto, ha de desestimarse el recurso, en el que se aprecia temeridad del recurrente.


Concordances:


Comentari

TERESA CERVELLÓ NADAL

COMENTARIO LA REGIONALIDAD COMO FACTOR DETERMINANTE DE LA APLICACIÓN DE UN SISTEMA NORMATIVO TERRITORIAL En la Sentencia que comentamos, al igual que en gran número de las dictadas por el Tribunal Supremo, se considera que la regionalidad, como determinante de un sistema de normas aplicables, es objeto de prueba. Quiere ello decir, que la vecindad civil es un hecho que debe ser probado, no por quien alega una vecindad civil determinada, sino por quien aduce una norma que le debe ser aplicada. No obstante, el Tribunal Supremo no sostiene siempre dicha tesis, sino que al contrario estima que quien alega una norma contenida en el Código Civil está exento de dicha carga, por cuanto la vigencia como ordenamiento principal de dicho Cuerpo legal es considerada normal, sea cual fuere el territorio en el que se alega. La realidad es muy distinta. El Código Civil, contrariamente a lo que presume nuestro más alto Tribunal, tiene la consideración de ordenamiento supletorio en según qué regiones y para según qué materias, provocando consiguientemente un error de base en la tesis mantenida. Con todo ello se deja sentado un principio claramente deducible de cuanto se ha dicho: la consideración de la regionalidad de Derecho común (entendiendo como tal la presidida por el Código Civil como Cuerpo aplicable en primer lugar) como la regla general, siendo cualquier otra de las existentes en el territorio nacional la excepción a dicha regla. Quizá podamos admitir que los españoles que tienen como fuente primaria de Derecho el Código Civil sean una mayoría, pero nosotros nos preguntamos si es suficiente dicha afirmación para establecer tal presunción con el consiguiente menosprecio de las llamadas Legislaciones forales. A nuestro entender de acuerdo con PERÉ RALUY tal presunción se halla ostentivamente en contradicción con el plan de absoluta igualdad que el artículo 15 del Código Civil propugna para todas las vecindades y ordenamientos que coexisten en nuesto territorio. Pero, además, de seguir este criterio, vulnera otro principio no menos importante que el que acabamos de enunciar. Se trata de un principio recogido en los Textos legales, y concretamente en el art. 1 de la Compilación de Derecho Civil Especial de Cataluña: «De conformidad con lo establecido en el art. 12 del Código Civil, las disposiciones de esta Compilación del Derecho Civil Especial de Cataluña regirán con preferencia a dicho Cuerpo legal. Para interpretar los preceptos de esta Compilación se tomará en consideración la tradición jurídica catalana, encarnada en las antiguas Leyes, costumbre y doctrina que de aquéllas se derivan». Establece este artículo una jerarquía de fuentes, que el Juez debe tener en cuenta y seguir, en todo caso, al aplicar la Ley. De ello se deduce, en consecuencia, que el Juez radicado en territorio catalán está sujeto a ella y deberá aplicar la Compilación en primer lugar, siendo todavía más razonable, si cabe, cuando los litigantes la invocan. Con esta solución se podría llegar, sin duda, a errores tales como el de aplicar nuestro Derecho a personas que se rigen por otro sistema legal, puesto que, como afirma FONT RIBAS el criterio de territorialidad apuntado no es puro, sino que se presenta combinado con alguna nota que afecta a la esfera personal del individuo. Ciertamente, esta nota de la que habla el citado autor no es otra que la regionalidad. Es decir, la regionalidad, la pertenencia a un territorio u otro determinará el ordenamiento aplicable al individuo; será, en resumen, el presupuesto para que tal ordenamiento le pueda ser aplicado. Se nos presenta, pues, una disociación de preceptos. Por una parte, el Juez deberá aplicar el derecho propio del territorio en donde ejerce su jurisdicción, y de otro lado, el individuo deberá regirse por su sistema propio, independientemente del territorio en que se encuentre. Deberemos distinguir varios supuestos para dar al problema una solución correcta. El primero que nos planteamos es el de que las partes no aleguen ni prueben regionalidad alguna invocando normas del Derecho propio donde el Juez actúa. Es éste un caso claro. El Juez radicado en Cataluña (por poner un ejemplo próximo a nosotros) al que las partes le aduzcan normas de Derecho catalán estará obligado a la aplicación de éstas, dado que se trata de preceptos contenidos en el Ordenamiento que según el artículo 1.° de la Compilación debe ser aplicados en primer lugar, existiendo evidentemente una coincidencia entre la lex fori y la Ley personal del litigante, no provocando, en consecuencia, conflicto de clase alguna. Como ya hemos apuntado anteriormente, ello puede traicionar el principio de personalidad mencionado, pero a pesar de ello es un riesgo que se debe correr y que, a nuestro parecer y siguiendo la opinión de HERNÁNDEZ MORENO, en nada desvirtúa la necesariedad de la aplicación de dicha Ley . Por otra parte, para que el individuo pueda gozar del estatuto personal que le confiere su vecindad civil, cualquiera que sea la región en donde se encuentre, deberá lógicamente invocar sus propias normas ante cualquier Juez del territorio nacional. Nos encontramos, entonces, con la verdadera disociación de preceptos de la que hemos hablado: estamos ante una regla general (la vigencia de una determinada jerarquía que debe presidir la actuación del Juez) y una excepción a la misma (la pretensión de que se aplique una norma que rompa la prelación establecida). Podría aducirse que en virtud del principio iura novit curia el Juez debiera conocer todos los ordenamientos nacionales y aplicar, por tanto, la Ley invocada por el litigante. La solución no nos parece acertada, por cuanto el Juez que está obligado a aplicar su propio sistema territorial de fuentes, podrá exigir que quien le pida una actuación distinta pruebe suficientemente su pertenencia a un sistema también distinto. Para el Juzgador, la Ley invocada constituye un cuerpo extraño a la regulación de la materia de que se trate en su Ley territorial, ya que contrariamente al supuesto anterior las normas que se alegan no son precisamente las que contienen la regulación que dentro de la Ley a que el Juez ha de atenerse resulta normal. Hemos llegado al punto en que la regionalidad es realmente un supuesto de hecho para la aplicación de unas normas que no corresponden a las vigentes, es decir, al punto en que de la regionalidad depende únicamente la beligerancia de los preceptos invocados, debiendo ser probada por quien los alegue, ya que de lo contrario el Juez fallará con arreglo al Derecho territorial correspondiente a su jurisdicción. Esta conclusión, que adoptamos como válida para el supuesto anterior, es a todas luces inaplicable al que hemos contemplado en primer lugar. Ya en otro trabajo subrayábamos los absurdos extremos a que llegaríamos en caso de admitir para aquél tal conclusión. Decíamos textualmente: dado el idéntico tratamiento que en nuestro Derecho reciben las materias relativas a Derecho interregional e internacional, conforme a esta postura el litigante español que invocara un precepto civil común a los ordenamientos patrios ante un Tribunal también español habrá de probar su nacionalidad española». El T. S., ante la Sent. comentada, fundamenta su fallo en la ya citada presunción de que a falta de prueba rige siempre la regionalidad correspondiente a territorios de Derecho común, y en base a la misma hace una afirmación de tal envergadura como la de que la viuda es heredera forzosa del marido, cuando la realidad demuestra, que en el caso en cuestión, por una serie de conexiones personales, reales y formales, no podía ser objeto de aplicación otro Derecho que el civil especial de Cataluña que, como es sabido, jamás considera a la viuda como heredera forzosa del marido. La solución apuntada por el Tribunal Supremo pugna evidentemente con los principios tradicionales que siempre han informado el Ordenamiento jurídico catalán. Ello es debido, ni más ni menos, al error que consiste en presumir siempre la vecindad civil común cuando no se alega ni prueba otra distinta, y si ello pudiera resultar cierto cuando el Juez actuara en la jurisdicción correspondiente a territorio en el que rigiera preferentemente Derecho común, tal tesis cae por su base, cuando se trata de territorio en el que tiene preferencia para su aplicación el Derecho foral o especial de este territorio. En otra ocasión, ya hemos expuesto las conclusiones prácticas a las que hay que llegar para resolver correctamente, a nuestro entender, el problema de la presunción y prueba de la regionalidad que resumimos a continuación: a) En principio, el Juez deberá aplicar la lex fori correspondiente al territorio donde ejerza su jurisdicción. b) Si el precepto legal invocado por la parte es el mismo que la Ley territorial que el Juez debe aplicar conforme al apartado anterior arbitra para el caso específico de que se trate, quien lo invoque quedará relevado de probar su regionalidad, debiendo ser la otra parte quien, en su caso, pruebe que el adversario ostenta regionalidad distinta de la correlativa a la Ley que invoca. c) Si la norma invocada por la parte es extraña a la Ley territorial de la jurisdicción del Juez, quien la invoque deberá probar su regionalidad — correlativa a la Ley que se acoge — como excepción a la lex fori que el Juez habría de aplicarle en defecto de dicha prueba, y como supuesto de hecho para que le sea aplicada la Ley que invoca. ESTRUCTURA EMPRESARIAL DEL NEGOCIO PROFESIONAL DEL FARMACÉUTICO ANÁLISIS Y CONSECUENCIAS EN EL ÁMBITO DE LA L.A.U. Un primer problema que hemos querido resolver antes de entrar en el estudio de la correcta aplicación del art. 60 de la L.A.U. al caso controvertido en el Tribunal Supremo, ha sido si realmente éste es el artículo que el Tribunal debía aplicar. A simple vista hemos dudado si el artículo que resuelve la cuestión es el aplicado, o lo es el 58 de la misma Ley. Estudiemos, pues, las razones que nos han hecho dudar e intentemos llegar a una conclusión. Dicho art. 58 equipara, a efectos de subrogación, los locales donde se ejerza una profesión facultativa y colegiada a las viviendas. En nuestro caso, el local sobre el que recae la discusión es una farmacia. ¿Debemos, pues, equiparar los locales de farmacia a la vivienda? Parece que no deberíamos dudar en afirmar que sí, por cuanto el farmacéutico que regenta una farmacia está en posesión de un título universitario, y más aún está colegiado . Pero continuamos preguntándonos si ello es suficiente para poder afirmarlo sin reservas. No obstante lo dicho, el farmacéutico que está al frente de una farmacia está, a nuestro entender, realizando actos de comercio, puesto que su actividad encaja perfectamente en lo que el Código de Comercio considera actividad mercantil. No se trata de negar que el farmacéutico realice una actividad profesional, pero ello no supone en ningún modo que deje de ser mercantil . El mismo GONZÁLEZ PÉREZ, en la obra acabada de citar, afirma más adelante que: aun cuando el ejercicio de la profesión de farmacia en una oficina de farmacia es, incuestionablemente, el ejercicio de una profesión de las llamadas liberales o intelectuales, va incuestionablemente unida al ejercicio del comercio. Así como el farmacéutico — o cualquier otro profesional — que presta sus servicios de modo permanente en un laboratorio de especialidades, por ejemplo, está en una situación laboral, y cuando el farmacéutico es propietario de un laboratorio individual de especialidades farmacéuticas —como el arquitecto que es propietario de una empresa constructora — ejerce una industria, cuando su profesión es ejercida en una oficina de farmacia realiza también una actividad comercial . Tales consideraciones nos llevan a diferenciar de manera clara el título de la actividad. El título confiere una cualidad a su titular, la cualidad de licenciado, que puede ser practicada de diversas maneras. La actividad es, ni más ni menos, que la forma concreta de desarrollar dicha actividad, y lógicamente según esta forma concreta podremos dar una calificación profesional al poseedor del título en cuestión. De esta manera comprenderemos fácilmente que el Licenciado en Derecho pueda ser Abogado, Juez o Notario, profesiones para las cuales se le exige el título del que es poseedor, realizando en cada caso una actividad distintamente calificada y que le confiere un estatuto también distinto. Es de lógica predicar el mismo principio del Licenciado en Farmacia dedicado a la investigación, laboratorio o a regentar una oficina de farmacia. Así pues, no dudamos en afirmar que el hecho de poseer el título de farmacéutico no presupone que se ejerza el comercio, pero sí lo presupone la actividad en una farmacia del poseedor de dicho título, de la misma manera que supone una relación laboral la del Licenciado en Farmacia que está empleado en un laboratorio. Analicemos, ahora, el concepto que el Código de Comercio tiene de comerciante y podremos fundamentar nuestra opinión al respecto. El art. 1 de dicho Cuerpo legal define al comerciante como a la persona que teniendo capacidad para el ejercicio del comercio se dedica a él habitualmente. Debemos prestar atención a tres elementos de la definición dada: la capacidad, la habitualidad y el ejercicio del comercio. El problema de la capacidad lo ha resuelto claramente MARTÍN RETORTILLO al oponer a la argumentación de que el farmacéutico, para la apertura de una farmacia, no se le exige que tenga veintiún años (requisito indispensable según el art. 4 del Código de Comercio para tener la capacidad de ser comerciante), el criterio de que la reglamentación de los estudios universitarios de dicha carrera no posibilita que un menor de dicha edad pueda estar en posesión del título de Licenciado en Farmacia. Argumenta, por otra parte, que la posibilidad de continuar el ejercicio de la Farmacia por un hijo del titular muerto menor de edad, puede tener cabida en la excepción del art. 5 del mismo Código de Comercio. Parece que no hay dudas respecto al punto de la habitualidad, pero aún en el caso de que dichas dudas existieran, el art. 3 nos las soluciona al presumir que se dedica habitualmente al comercio, el que lo anunciare públicamente por medio de rótulos u otros medios. Y no podemos poner en tela de jucio el hecho de que las Farmacias anuncian a través de rótulos su actividad, por tratarse de una evidente realidad. Pero queda por resolver un tercer problema: ¿qué entiende el Código por ejercicio de comercio? Difícil es lanzar una afirmación en este sentido, ya que nuestro Código no está exento de contradicciones, sino que al contrario bascula dubitativamente entre el criterio subjetivo y el objetivo, adaptándose unas veces a éste y otras a aquél. De todas maneras, aventuraremos una definición diciendo que el art. 1 al referirse al ejercicio habitual del comercio no quiere decir otra cosa que la constante realización de actos de comercio por quien se dedica a ello de una manera profesional y en un local abierto al público. Más adelante hablaremos de la profesionalidad. Debemos analizar ahora los actos que fundamentalmente se realizan en una farmacia y averiguar si se trata de actos mercantiles o no. La actividad esencial de un local de farmacia es la compraventa, pero ¿son estas compraventas mercantiles? El art. 325,del Código de Comercio nos da la respuesta: Será mercantil la compraventa de cosas muebles para revenderlas, bien en la misma forma, bien transformándolas, con ánimo de lucrarse en la reventa. Nos parece obvio, por tanto, que no sólo en el caso de venta al público de medicamentos y específicos ya preparados, sino también en el caso de preparación de los mismos el farmacéutico está realizando un acto que encaja exactamente en la definición del art. 325. Existe compra de mercancías, reventa de las mismas y ánimo de lucro. Y estas operaciones se realizan precisamente en un local que tiene sus puertas abiertas al público. Sin embargo, no es suficiente lanzar una afirmación de tal envergadura sin antes llegar a dicha conclusión por la vía de un razonamiento lógico que la justifique. De hecho, el problema se reconoce, como se ha dicho ya, el de establecer la naturaleza de los actos de comercio y a partir de una conclusión dentro de este marco, sentar las bases precisas para determinar la posibilidad de encajar los actos realizados profesionalmente por un licenciado en Farmacia en un establecimiento abierto al público dentro de aquel concepto previamente definido y delimitado. La naturaleza de los actos de comercio ha sido desde siempre un tema polémico. La especialidad de Derecho mercantil parte del tronco genérico del Derecho privado, ha obligado a los comentaristas en la materia a un constante esfuerzo en aras a delimitar en sus justos confines la esencia del Derecho en cuestión. El problema se agravó cuando la doctrina hizo el descubrimiento del acto objetivo de comercio, pues mientras el Derecho mercantil era un Derecho de clase, bastaba un subjetivismo más o menos matizado para describir el acto realizado por una determinada clase de ciudadanos (los comerciantes) al Derecho propio y profesional de esta clase. Pero con el acto objetivo de comercio se rompe la ecuación o el equilibrio entre Derecho mercantil y Derecho del comercio y para los comerciantes, haciendo de todo punto imposible la discusión entre acto civil y acto mercantil; este último no es ya el acto profesional realizado por un comerciante, porque mediante un acto objetivo cualquier ciudadano puede ser sujeto ocasional de uno de tales actos. Con estas bases, resulta prácticamente imposible determinar si la actividad profesional de un farmacéutico es una actividad comercial o no. Mientras el Derecho mercantil respondía a relaciones e intereses de clase únicamente, y su enfoque doctrinal era meramente subjetivista, podría estar claro que el farmacéutico no realizara actividad comercial alguna. Sin embargo, el fenómeno de la generalización del Derecho mercantil y de la vida comercial en general, junto con el desarrollo actual de la ciencia y técnica farmacológica, obligan a enfocar el problema desde un ángulo distinto. Se ha dicho ya que con los actuales criterios legales del llamado acto objetivo resulta imposible diferenciar a un acto mercantil aislado de su correspondiente civil. Como pone de manifiesto GARRIGUES u, en el acto aislado se ha volatilizado su esencia a fuerza de querer hacer de él un criterio objetivo y universalmente válido para delimitar el ámbito de vigencia del Derecho mercantil. Es forzoso, pues, buscar otro u otros criterios que permitan caracterizar la actividad comercial, y estos criterios no serán precisamente criterios legales, puesto que en nuestro Ordenamiento sigue imperante la noción del acto objetivo de comercio, la cual como se ha demostrado ya, no sirve para el fin que nos proponemos. La doctrina italiana de fines del siglo pasado fijó su atención en el fenómeno de la repetición de los actos jurídicos que dominaban esencial y característicamente la vida comercial. De su análisis resultó la constatación de un hecho de singular trascendencia: cada acto era consecuencia de uno anterior y causa próxima a su vez de otro u otros posteriores; los actos mercantiles no podrán contemplarse aisladamente sino en conjunto, formando parte de una concatenación en la cual la repetición era la regla y la tipicidad aislada la excepción. De este modo se llegó a la conclusión de que la actividad comercial era una actividad masiva, en la que privaba la realización de un número enorme de actos que constantemente se repetían dando como resultado un especial carácter al producto de esta actividad seriada. La organización profesional se erigía en centro del sistema y para caracterizar el acto era necesario buscar la causa próxima de esta organización. La doctrina moderna ha proporcionado los medios precisos para caracterizarla y en la empresa han hallado el elemento más típico, con el cual poder configurar la totalidad de las relaciones comerciales. El Derecho mercantil es ahora el Derecho de la empresa, es decir, un derecho profesional y de nuevo subjetivista, aunque con una mentalidad nueva y dinámica. De este modo, la empresa se convierte en el mismo criterio capaz para diferenciar un acto civil de otro mercantil, pues la adscripción de un acto jurídico a la cadena seriada y orgánica de la actividad empresarial determinará en definitiva la regulación del mismo, es decir, le atribuirá efectos, según la normativa propia del Derecho mercantil Como puede comprenderse fácilmente, el problema de diferenciar la actividad típicamente mercantil, se traslada a unas dimensiones totalmente nuevas en las que poco importa la naturaleza de la misma, abstractamente considerada, y en cambio la adscripción de actos a la actividad empresarial, será determinante para caracterizar como mercantil aquella actuación. La empresa se convierte en un cuerpo intermedio entre su titular, al que impregna de la especial naturaleza de empresario, y el producto de la misma, es decir, su actividad. Reconsiderando el problema con la óptica que hasta aquí hemos apuntado, es fácil observar que la cuestión no tiene más alcance que el de delimitar el tipo de organización de la actividad profesional del farmacéutico y comprobar hasta qué punto influye esta organización en la naturaleza de aquélla para impregnarla de un determinado carácter. Ya se ha adelantado que el hecho de ejercer una actividad profesional no es incompatible con la naturaleza mercantil de la misma, puesto que ésta dependerá únicamente de dos factores: a) de la organización de aquella actividad, y b) de los intereses a que pretende servir. Al respecto, POLO señala que la idea de que se trata de una organización unitaria y la presencia rectora del empresario que asume personalmente el riesgo, son los elementos que destacan en el concepto económico de empresa, y esta concepción se aplica por igual a todas las empresas, cualquiera que sea la índole de sus actividades productivas, es decir, tanto a las empresas industriales como a las empresas comerciales, tanto a las que producen bienes materiales como a las que producen servicios, y se aplica por igual a todas las empresas cualquiera que sea la forma jurídica que las envuelve o la titularidad bajo la que se cobija el empresario. La tesis del autor citado no puede dejar lugar a duda alguna: no existe un concepto jurídico de empresa distinto al económico, y por lo tanto, serán criterios económicos los únicos válidos para determinar si una cierta organización profesional es empresarial o no. Y con los elementos que aporta tenemos más que suficiente para poder juzgar si la organización profesional de un farmacéutico tiene forma empresarial. No hay ninguna duda que la mayoría de farmacias están regidas personalmente por su titular, el farmacéutico, quien imprime una determinada organización a su actividad profesional de la cual forman parte los dependientes o mancebos, característica institución de los establecimientos de comercio. Con el título de Licenciado, aquél puede adquirir un local o establecimiento que le sirva de base física para expender los productos elaborados por los laboratorios farmacéuticos, realizar análisis clínicos, recibir una determinada clientela y ser titular de derechos propios de cualquier establecimiento comercial o industrial (traspaso, arrendamiento, etc.). Es indudable también que esta organización posee un carácter unitario, como lo demuestra el hecho de que algunos titulares que poseen dos o más farmacias, arriendan una de ellas a una tercera persona para que mediante la misma pueda ejercer su actividad profesional. Este arrendamiento se produce no sobre el local, sino sobre el conjunto de elementos que es la empresa farmacéutica. Ya hemos hablado de la titularidad del empresario sin cuya presencia o actividad la empresa carece en absoluto de vida, y sólo queda por hablar del riesgo y de su asunción personal por el titular de la farmacia. Utilizando un argumento por eliminación, realizamos la pregunta de que si el titular de la farmacia no asume personalmente el riesgo, ¿quién, en su lugar, lo va a asumir? O bien, formulando la misma cuestión, pero en signo positivo, nos encontramos con el hecho evidente de que el riesgo es consecuencia de una actividad lucrativa, pues de lo contrario éste no existiría. Como es obvio, el acento se carga en las dos notas organización-actividad económica, las cuales no dejan de estar presentes en la actividad profesional del farmacéutico. Razones hay más que abundantes para justificar la misma como actividad económica, que circunscrita dentro de una determinada organización recibirá el nombre de comercial, tanto de orden jurídico como de orden económico. Entre las primeras abundan las que se limitan a calificar como actividad mercantil toda aquella serie de actos que por su naturaleza encajan dentro de los supuestos contemplados en el Código de Comercio (compraventas mercantiles, como ya se ha señalado más arriba, etc.). Entre las segundas cabe apuntar aquellas en las que el farmacéutico aparece como un mediador entre el proceso productivo y el mercado de bienes y servicios. La empresa farmacéutica aparece insertada así dentro del ciclo económico sirviendo de especial manera a los intereses de productor y consumidor. Su función esencialmente mediadora, tanto en prestación de bienes como en la de servicios, hace necesario configurar aquella actividad como puramente comercial. En un sistema de Derecho privado como el nuestro, en el que se mantienen ordenamientos separados para cada clase de obligaciones, según sea su naturaleza civil o mercantil, es difícil aportar argumentos de orden legal que resulten decisivos a la hora de configurar como comercial la actividad del farmacéutico. De todos modos resulta ejemplificativa la solución aportada por aquellos sistemas, como el italiano, que poseen su derecho privado unificado. Al respecto, el art. 2.082 del Código civil italiano señala que es empresario quien ejerce profesionaimente una actividad económica organizada con la finalidad de la producción o del cambio de bienes y servicios. Las tres notas apuntadas encajan justamente en la medida del farmacéutico: ejerce profesionaimente, es decir de un modo habitual y en nombre propio (condición exigida también por la doctrina italiana) puesto que la posesión del título licenciado es requisito indispensable para dicho ejercicio; desarrolla una actividad económica, esto es destinada directamente a la creación de una nueva utilidad intrínseca o extrínseca u; y por último el medio de que se sirve para actuar en el mercado es nada más ni nada menos que el conjunto de elementos organizados que configuran la empresa, en este caso la farmacia. Después de tales consideraciones, difícil es negarle al farmacéutico la calificación de empresario. Claro es que los argumentos apuntados proceden de un sistema legal distinto al español, pero con el que de todos modos guarda un parentesco más o menos próximo. Sin embargo, no puede dejar de tenerse en cuenta, máxime cuando en un sistema como el nuestro existen pocas bazas a jugar en este sentido. Una de tales bazas podría extraerse de un campo tan alejado del derecho privado como es el Derecho fiscal. Ciertamente el epígrafe 5.546 de las Tarifas de la cuota de Licencia Fiscal del Impuesto Industrial, aprobados por orden de 15 de diciembre de 1960 y modificadas posteriormente, en relación a la cuantía, distingue entre farmacias, o sea establecimientos donde se dispensan, para el consumo directo, específicos y preparados farmacéuticos, y venta de plantas y hierbas medicinales que se efectúan comúnmente en los llamados herbolarios. El apartado destinado a farmacias autoriza para dispensar en la misma forma aguas medicinales, algodón en rama, gasas, compresas y artículos análogos; alcohol neutro y desnaturalizado y objetos y enseres propios de las citadas farmacias como termómetros, agujas hipodérmicas, jeringillas, etc. Se considera, pues, obviamente, a las farmacias como comercios o establecimientos mercantiles que como los demás tributan por el impuesto citado. A este respecto, DRAKE opina que la venta de los citados específicos y preparados, actualmente, constituye un verdadero comercio y que por tanto resultaba anacrónico que en las anteriores tarifas la venta al por mayor de estos productos fuera considerada como una actividad comercial, en tanto que la venta al por menor se consideraba profesional . Parece, pues, que con la serie de argumentos dogmáticos y doctrinales hemos agotado ya las consideraciones que de orden legal se nos ofrecen para poder apoyar la tesis de que al farmacéutico, tanto desde el punto de vista económico como jurídico, no puede negársele la consideración de empresario (o dicho de otra manera, comerciante) con todas las consecuencias que lleva implícitas una aseveración en tal sentido. Basándonos quizás en consideraciones metajurídicas creemos que si bien es cierto que el farmacéutico como empresario que es dirige y está al frente de la Farmacia, no es menos cierto que cuando el cliente entra en una oficina de farmacia no exige, en la mayoría de los casos, la presencia de aquél, de la misma manera que al entrar en un establecimiento abierto al público sea de la índole que sea no exige la presencia del titular de dicho establecimiento si no es en una especial circunstancia. Contrariamente a lo expuesto la persona que acude al despacho de un médico exigirá en todos los casos que sea éste personalmente quien le atienda, dado que son absolutamente necesarios sus conocimientos para resolver el problema que el cliente le plantea. También aquí el concepto de clientela se nos presenta de hecho, diferente, aunque quizás en la teoría jurídica-mercantil no quepa realizar una distinción tan sutil y que obedece a unos criterios eminentemente prácticos y poco dogmáticos. La farmacia es un establecimiento abierto al público que tiene una clientela sólo determinable en conjunto: las personas del vecindario y circunstancialmente las que pasen por aquél lugar donde está ubicada. Sin embargo la clientela de un profesional liberal es concreta, o, por decirlo de otro modo, se halla subjetivizada en su conjunto de un modo específico y determinado, siendo en todo momento controlable el número y la identidad de las personas que componen la misma, lo cual le resta la característica masificada tan propia del establecimiento comercial. Evidentemente, pues, y como consecuencia a lo que hemos mantenido, debemos considerar local de negocio el establecimiento en el que se halla enclavada una farmacia, con la consiguiente aplicación del artículo 60 de la LAU al caso que comentamos, como correctamente ha estimado el T. S. EL TÍTULO NECESARIO PARA SUCEDER «MORTIS CAUSA» EN LA RELACIÓN ARRENDATICIA DE LOCALES COMERCIALES O DE NEGOCIO A LA LUZ DE LA INTERPRETACIÓN SISTEMÁTICA DEL ART. 60 DE LA L.A.U Una interpretación literal del art. 60 de la L.A.U. nos conduce, sin lugar a dudas a afirmar que el heredero (y sólo el heredero) es quien tiene derecho a subrogarse en el arrendamiento de local de negocio siempre que el arrendatario haya fallecido durante la vigencia del contrato. Pero esta afirmación, que parece tan clara a simple vista, es objeto de divergencias no sólo por parte de la doctrina, sino también por parte del Tribunal Supremo. La primera pregunta que nos formulamos ante el precepto es la de si la palabra heredero está utilizada en el sentido de heredero como sucesor universal del causante, o, por el contrario hay que entenderla referida a sucesor mortis causa sea cual fuere la cualidad en la que se sucede, y más concretamente, en nuestro caso, al legatario. La Jurisprudencia es vacilante y la doctrina adopta también soluciones contradictorias. FUENTES LOJO dice textualmente que en caso de legatario de parte alícuota el derecho de subrogación podría prosperar, dado que no existiría una adscripción de bienes determinados y la posición del legatario resulta similar a la del heredero. Acepta, pues, la subrogación del legatario únicamente en el caso de parte alícuota en cuanto la asimila al heredero. Pero ¿qué pasaría entonces con el legatario de parte específica? Parece que no habría problema respecto al legatario de una cosa distinta del negocio, sin embargo no puede decirse lo mismo del legatario del negocio cuyo local tiene arrendado el causante. Este es el punto clave del problema que nos hemos planteado. Caben infinidad de medios interpretativos para llegar a una conclusión respecto al artículo que estamos analizando, pero creemos que debemos abandonar el estrictamente conceptual o gramatical por adolecer de un vicio capital a nuestro entender, el que no responda al espíritu de la ley. El fundamento del art. 60 podríamos encontrarlo en la voluntad de la ley de que no se pierda el patrimonio comercial creado por el causante, como acertadamente dice FUENTES LOJO 1S, pero además utilizando un criterio absolutamente lógico tampoco quiere el legislador que la persona que recibe un negocio por título sucesorio deba trasladarlo del local donde habitualmente se ha ejercido la actividad típica del negocio del cual es sucesor, ya que es evidente que el negocio del cual es objeto la empresa farmacéutica del causante, no puede desvincularse en modo alguno del establecimiento, por cuanto éste supone siempre el soporte material o base física del conjunto de elementos organizados que constituyen la estructura de la empresa . La transmisión mortis causa de la empresa exige, como toda sucesión, la traslación del dominio en un solo ictus, es decir, no pueden transmitirse separadamente los diversos elementos que componen el conjunto organizado y armónico de la empresa, por cuanto de hacerlo así se operaría una desconexión entre estos elementos que privaría de la dinamicidad característica de este ente, sujeto y objeto del tráfico jurídico-mercantil. En efecto, es difícil concebir la transmisión, pese a lo que opina cierto sector de la doctrina , por una parte del establecimiento, entendido como ya se ha expuesto más arriba, y por otra de la empresa o negocio privado de su soporte material, puesto que ambos se hallan en una situación de interdependencia tal que la mutua desconexión entre aquel elemento y el resto operaría la necesaria extinción de la empresa. Por otra parte, y partiendo de la hipótesis contraria a la adoptada hasta aquí, infinitos problemas aflorarían a la superficie, en tanto en cuanto que se privaría de la necesaria protección a la propiedad comercial, desvinculada por completo de la empresa de la cual sería función y elemento a su vez. El arrendamiento quizás no sea un derecho sucesorio en sí, pero es, en todo caso, un derecho vinculado al negocio de tal manera que el derecho de suceder en el arrendamiento es consecuencia de la transmisión del mismo. Después de todo lo dicho, nos parece lógico afirmar que debe suceder en el arrendamiento (subrogarse) precisamente la persona que sucede en el negocio, sea a título de heredero strictu sensu, sea a título de legatario. Argumento definitivo para apoyar nuestra postura nos parece el hecho de que la ley fundamental en la sucesión es la voluntad del causante y si el causante ha querido definir el negocio a una persona determinada (y el arrendamiento como parte integrante del mismo) la ley debe respetar en primer lugar la voluntad del decuius. No debemos, pues, interpretar el art. 60 en contra de la voluntad del testador, mientras ésta no choque con normas de derecho imperativo , siendo éste el caso que comentamos, puesto que aunque el beneficio de origen legal no se coarta la libertad del arrendatario para designar la persona que debe continuar la actividad en el local arrendado, sino que al contrario el legado del negocio constituye la manifestación más clara y concreta de la voluntad del causante. LÓPEZ JACOISTE , siguiendo el mismo criterio, esgrime un argumento ya anteriormente utilizado por otros comentaristas, en base el art. 768 del Código civil. Este artículo establece que el heredero instituido en una cosa cierta y determinada será considerado como legatario. De la lectura del mismo se deduce claramente que el legislador cuando utiliza el término heredero no lo hace en un único sentido, sino que, por el contrario, está pensando en dos tipos distintos de heredero: el heredero o sucesor universal y el heredero instituido en cosa cierta. Sin lugar a dudas el status jurídico de uno y otro es sumamente distinto por cuanto el sucesor universal (heredero strictu sensu) subentra en los mismos derechos y obligaciones, facultades, expectativas y poderes transferibles de su causante, como acertadamente afirma LACRUZ , mientras que el legatario (heredero instituido en cosa cierta) adquiere unos bienes determinados, sin poder por ello considerarse el continuador de la personalidad del causante. Ambos, pero, tienen la consideración de herederos, sea de unos bienes determinados o de unas relaciones jurídicas concretas, en el caso del legatario, sea del patrimonio del decuius considerado como un todo ideal con los derechos y obligaciones inherentes a dicho patrimonio, en el caso del heredero universal, no pudiendo equipararse en ningún caso el término heredero con el de sucesor universal . Evidentemente, pues, nos encontramos ante una terminología un tanto incierta e imprecisa, por cuanto un mismo vocablo (en este caso el de heredero) puede tener significados divergentes que a su vez confluyen en características comunes. La imprecisión teminológica empleada en los textos legales para designar al sucesor o sucesores mortis causa siembra sin lugar a dudas la confusión en cualquier labor interpretativa que pueda llevarse a cabo para sacar un poco de luz en la distinción entre heredero y legatario a efectos sucesorios en una relación arrendaticia de local de negocio. Así pues, no puede afirmarse que la L.A.U. en su artículo 60 establezca el principio de que sólo el heredero tiene capacidad para suceder al titular de la relación arrendaticia, por cuanto tanto en este mismo texto como en el Código Civil no se emplea, como ya se ha expresado, el término heredero en un sentido totalmente unívoco. En efecto, es más que probable, que el legislador pretendiera seguir el principio de protección de la indivisión de la empresa, argumento que se extrae lógicamente del texto del art. 1.056 del Código Civil que dispone el pago de la legítima en dinero cuando se pretenda por el causante mantener indivisa la explotación mercantil o industrial objeto de la relación sucesoria. Partiendo de esta base, se impone la necesidad de afirmar que estaba muy lejos del propósito de aquél llegar a consecuencias absurdas y contradictorias, como ya ha sido expuesto por la doctrina 21, y como se ha relatado más arriba. No cabe duda, pues, que con estos propósitos, el legislador estableciera la subrogación en favor del heredero de la empresa asentada en el local del cual era el causante el titular arrendaticio, pensando en la necesidad de que la empresa, como ser vivo y dinámico que es, no interrumpiera su actividad económica por la muerte de su antiguo titular la argumentación al contrario llevaría a la consecuencia de sostener en este caso la extinción de toda empresa individual por fallecimiento de su titular, argumentación que debe rechazarse porque los fines a que conlleva no son queridos por el Derecho. Así pues, de seguir la interpretación literal del art. 60 de la L.A.U., se truncaría evidentemente el propósito señalado, en numerosas ocasiones en las que el sucesor mortis causa no es heredero sino que accede a la llamada hereditaria en virtud de otro título cualquiera que le permita acceder a la titularidad de los bienes que el causante dispuso a su favor, y se operaría la dicotomía expuesta más arriba entre la organización empresarial y cada uno de los elementos que la constituyen. Ello llevaría ciertamente al absurdo de apuntar la posibilidad de suceder en el negocio, con exclusión de la titularidad sobre el local en el que debieran desarrollarse las actividades propias del mismo. Sin lugar a dudas, el derecho de arrendamiento sobre el local constituye un elemento principal en la organización de la empresa, y como consecuencia, íntimamente unido al conjunto que mueve y da vida a la misma. Privar a la empresa de un elemento tan esencial significaría tanto como predicar su extinción en el mundo de las transmisiones juridico-patrimoniales. Es por todo ello que ya gran parte de la doctrina ha señalado la conveniencia de interpretar la palabra heredero, empleada en el artículo que comentamos, por la de sucesor mortis causa sea cual sea el título en virtud del cual se produzca la llamada hereditaria; de este modo se satisfacen correctamente el principio de la explotación mercantil y la voluntad del causante, sin necesidad de recurrir a interpretaciones forzadas que nos llevarían indudablemente al mundo de las incongruencias. Pero hay más. De mantener la tesis a que nos lleva la interpretación literal del citado artículo, podría darse, en determinados casos, no sólo la situación absurda de la que hemos hablado, hasta ahora, sino que llegaríamos también a una nueva incongruencia de base: la imposibilidad no sólo jurídica sino material de transmitir el derecho de arrendamiento. Esta imposibilidad se produciría en los casos en que el testador no instituyese heredero, sino que su voluntad, materializada en el testamento, se manifestase en el sentido de distribuir sus bienes en forma de legados. Este problema, que no puede presentarse en Cataluña, no es difícil de imaginar en una región en la cual rija el Código Civil, por cuanto no siendo necesaria la institución de heredero para la validez del testamento, nada impide que el causante haga de aquella manera la delación de su patrimonio. Al no existir, pues, heredero (en el sentido estricto de la palabra), y siendo sólo éste el que puede subrogarse en la relación arrendaticia, el art. 60 quedaría inoperante, dado que no pudiendo el legatario suceder en el arrendamiento, la transmisión de este derecho sería totalmente ineficaz por inexistencia de destinatario del mismo. Un último argumento que nos permite abundar en la tesis propugnada es el de la interpretación analógica del art. 20 de la Ley de Hipoteca Mobiliària, que aunque por sí solo no nos daría base suficiente para adoptar tal postura, dentro del contexto en el que nos hemos movido, puede presentársenos como un elemento más para llegar a tal conclusión. El citado artículo dice de manera textual que la hipoteca comprenderá, necesariamente, el derecho de arrendamiento sobre el local si lo tuviera el hipotecante... Sin mayores comentarios creemos que nos proporciona una cierta base para pensar que el arrendamiento es una parte integrante del negocio, tal como venimos manteniendo, sin el cual éste quedaría desvirtuado. Recogiendo, pues, todo lo dicho hasta aquí, creemos haber resuelto el problema en el sentido de que es el legatario del negocio quien sabe subrogarse tanto en el caso de que la herencia se haya distribuido en legados, como en el caso de que existiendo un heredero universal, el negocio se haya transmitido a título de legado.

 

 

 

 

 

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