Sentència 27 - 12 - 1972
RESCISIÓN POR LESIÓN Y COMPRA-VENTA MERCANTIL PRUEBA DE LOS LIBROS DE COMERCIO
I. Antecedentes
E.S.A., propietaria de una finca en el término municipal de S., inscrita en el Registro de la Propiedad de La Bisbal, vendió una parte segregada de la misma a don Alberto por un precio total de 1.750.000 ptas. El contrato de compraventa se elevó a escritura pública, haciendo constar en la misma un precio de 250.000 ptas. con el evidente objetivo de eludir las leyes fiscales y pagar menos impuestos. D. Alberto tomó posesión de la finca, sin que se incluyera en el contrato ninguna cláusula especial, y pasado un tiempo, E.S.A. interpuso una demanda para ejercitar la acción de rescisión por lesión ultra dimidium, reconocida en nuestro Derecho por el artículo 323 de la Compilación de Derecho Civil Especial de Cataluña. Alegaba la sociedad vendedora que, siendo el precio real de la finca 1.750.000 ptas., únicamente había percibido por ella 250.000 pesetas, y que después de haber requerido en distintas ocasiones a don Alberto para que rescindiera la venta o supliere el precio, sin conseguir resultado alguno, se había decidido a iniciar el procedimiento judicial pertinente para pedir la rescisión del contrato.
Don Alberto contestó y se opuso a la demanda, alegando entre otros hechos: a) Que tales acciones caen por su base en cuanto E.S.A., por medio de su representante el Sr. Pujol, presente al Juzgado el Libro de Cuentas Corrientes y el Libro de Caja, Diario y Mayor, en los cuales figura el asiento regularizado de 1.750.000 ptas. por la compra de la finca, b) Que se niegue acción a la entidad demandante, ya que se trató no de una compraventa civil, sino de un contrato de compraventa mercantil, de conformidad con el fin de la sociedad actora y vendedora y el carácter de las relaciones mercantiles habidas entre las partes, ya que «la sociedad E.S.A. tiene por objeto la construcción, compraventa, explotación y administración de fincas y cualquier otra operación sobre la propiedad inmobiliaria de fincas».
Tras el escrito de réplica, y una vez practicada la prueba, el Juez de Primera Instancia de La Bisbal dictó sentencia, por la que estimando la demanda formulada por E.S.A. contra don Alberto, declaró rescindida la venta de la finca por haberse causado lesión ultra dimidium.
Contra la anterior sentencia se interpuso por la representación del demandado recurso de apelación, que fue admitido libremente y a ambos efectos. La Audiencia Territorial de Barcelona dictó a su vez sentencia por la que, revocando en parte la sentencia dictada por el Juzgado de Primera Instancia, desestimó la demanda interpuesta por E.S.A. contra don Alberto, así como la reconvención formulada por éste último frente a la referida actora, absolviendo en consecuencia a ambas partes de las pretensiones respectivamente interesadas en su contra.
E.S.A. interpuso recurso de casación por infracción de ley, y el Tribunal Supremo declaró no haber lugar a él, basándose en los siguientes motivos:
II. Considerandos
Considerando: Que el motivo primero del recurso, formulado por error de derecho al amparo del número séptimo del artículo 1.692 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, señala como infringidos tres artículos del Código de Comercio y cuatro sentencias de este Tribunal, sin especificar el concepto en que dichas infracciones se han cometido, como exige el artículo 1.720 de la Ley Procesal, en todo caso, con más razón cuando en el presente se citan disposiciones de diverso contenido conjuntamente y una de ellas, el artículo 48 del Código de Comercio, sin discriminar entre los cuatro incisos que lo integran que contemplan supuestos diferentes, con lo cual se produce una falta de claridad y precisión que hubiera sido bastante para su inadmisión, por lo que se convierte en este trámite en causa de desestimación; a lo que cabe añadir que el que se imponga por el Código de Comercio como obligatorio el que los comerciantes lleven determinados libros, no impide el que cada uno lleve además otros complementarios cuando lo estime conveniente, y además que los defectos en el modo de llevarlos, a quien en principio perjudican es al autor de la falta; y finalmente que la sentencia recurrida conjuga una partida o asiento de un libro general de cuentas corrientes común a varias entidades pertenecientes al mismo demandante, con el resto de la prueba que le permite afirmar que la cantidad cargada en el pasivo del demandado corresponde al precio de venta cuya rescisión se pide.
Considerando: Que la realidad del pago del precio, como queda dicho, no está fundada en presunción alguna sino demostrada por prueba documental directa consistente en testimonio deducido de los libros del actor, como explícitamente deja aclarado el considerando tercero de la sentencia recurrida, cosa que permite el artículo 47 del Código de Comercio; y añade después la sentencia que este asiento no está neutralizado por ningún otro, pues es lógico pensar que de existir lo hubiera presentado el actor interesado, lo que no deja de ser una razón a mayor abundamiento.
Considerando: Que no destruida la premisa de hecho de que el precio figurado en el contrato lo fue a fines fiscales, fraude que corresponde enjuiciar en otro campo, y que el precio real convenido y satisfecho fue otro muy superior del que no podía derivarse la acción rescisoria ultra dimidium, conocida en Cataluña por de engany a mitjes, ha de desestimarse como consecuencia obligada el tercero y último motivo.
Concordances:
Comentari
M.ª TERESA DE GISPERT
COMENTARIO
El Tribunal Supremo desestimó la demanda en la que se pedía la rescisión por lesión ultra dimidium del contrato de compraventa celebrado entre las partes, basando su fallo en el valor probatorio de los libros de comercio.
Nos parece justa la Sentencia y válido el razonamiento jurídico que permitió al Tribunal llegar a ella. Pero aun cuando no vamos a dejar de comentar este punto, creemos que debemos exponer otros aspectos del problema, que el Supremo no tuvo en consideración, pero que, sin embargo, le hubieran permitido llegar también a un fallo idéntico al pronunciado. Para ello vamos a iniciar este comentario efectuando unas breves consideraciones de carácter general respecto a la existencia del Derecho Mercantil como rama separada del Derecho Civil, y respecto también a la materia que se considera propia de su regulación. Y hemos optado por este principio, con el objeto de contar de antemano con las premisas que nos permitan enfocar acertadamente el problema de la calificación del contrato que celebraron los litigantes, calificación que consideramos esencial para la solución del caso planteado a los Tribunales.
SÍNTESIS DE LA EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DEL DERECHO MERCANTIL Y SU CAMPO DE APLICACIÓN
La presencia en nuestro país de dos Ordenamientos — Civil y Mercantil — que regulan relaciones jurídico-privadas, obliga a dilucidar frente a un caso concreto cuál será el cuerpo de normas aplicable. Y para ello es necesario tener definidos unos criterios de delimitación, unas notas específicas previas de cada materia, que permitan llegar a la posterior fase de aplicación de la ley adecuada.
Ante un acto, un contrato, una institución jurídica, ¿cuándo podremos afirmar que deben someterse al Código Civil o bien al Código de Comercio? ¿De qué características deberán estar dotados para que podamos diferenciarlos? Creemos que para poder responder a esta pregunta debemos efectuar un análisis histórico, remontándonos a los orígenes del Derecho Mercantil, que es el que, al desarrollarse como una rama del Derecho Civil, origina el problema. Pues este método nos va a permitir apreciar los diferentes matices que, en aras al proceso evolutivo de la vida social y económica, se ha dado al concepto del Derecho Mercantil y a la materia por él regulada, a través de las distintas épocas hasta llegar a nuestros días.
No existió en Roma una separación normativa entre Derecho Civil y Derecho Mercantil, y no existió sencillamente porque no era necesario. El derecho privado romano estaba constituido por el Ius Civile, conjunto de normas consuetudinarias de carácter rígido, formalista y simple, sobre el cual laboraba la jurisprudencia; y por el Ius Honorarium, derecho que surge en torno al sistema tradicional del Ius Civile, pero que era nuevo y más libre. Cuando la interpretación de la ley se reveló insuficiente para adaptarse al desarrollo de la sociedad, se hizo necesario dotar a una persona — el Pretor — de imperium, para que pudiera dictar normas, actuar el ius, de conformidad al bonum et aequum. Surge así el Ius Honorarium, el cual regía en la medida en que determinadas instituciones civiles no tenían vigencia, pasaban a ser reliquias históricas . Tengamos en cuenta que este derecho se imponía en el terreno procesal, constituía una aplicación que hacía el Pretor para responder a las exigencias de la vida social y sobre todo comercial ; pero no hay que olvidar tampoco que no se trataba de una entidad orgánica, diferente del ius civile, sino que se apoyaba en él y lo presuponía, aunque fuese de modo tácito. En definitiva, el gran sentido jurídico del pueblo romano supo crear un sistema de normas flexible que se adaptaba a la realidad cambiante ; y ésta es la razón por la cual, como hemos señalado ya, no fue necesario crear un Derecho Mercantil autónomo.
Es en la época medieval, en la que se inicia el proceso de florecimiento de las ciudades — los burgos — como centros de actividad creadora de riqueza económica y artística, como lugares en los que se celebraban importantes ferias y mercados, como sedes de los importantes gremios y corporaciones de comerciantes y artesanos, cuando el Derecho Mercantil empieza a desarrollarse como una rama separada del Derecho Civil. Se trata fundamentalmente de un derecho consuetudinario y popular, que se va formando en el seno de estos gremios y corporaciones mediante la recopilación de usos, prácticas y sentencias comerciales. Sus normas son, por tanto, vivas, flexibles, de carácter profesional, para los mercaderes, los cuales reclaman asimismo una jurisdicción privilegiada para protegerlas. Es en este momento histórico en el que los autores ven que el Derecho Mercantil adopta un sistema subjetivo, por cuanto su poder normativo se basa en la condición del comerciante, y su campo de aplicación se reduce a las relaciones en las que éstos intervengan . Son actos de comercio, por tanto, aquellos que presuponen en quien los ejercita que tiene como profesión el comercio; son mercantiles —dice Vivante — por una simple presunción de la ley .
Ahora bien, tengamos en cuenta que nunca un sistema es absolutamente puro, y ni siquiera en la Edad Media podemos decir que el Derecho Mercantil estuviera basado en su totalidad en un sistema subjetivo. Porque, por una parte, no tenía aplicación a aquellos actos del comerciante que no se relacionaban con su profesión, lo cual, como señala Rubio , sólo puede establecerse con arreglo a su naturaleza intrínseca (aparición de un elemento objetivo). Y por otra parte, las normas mercantiles se fueron aplicando paulatinamente a personas no comerciantes — en particular, clérigos y militares —, mediante la ficción de considerarles comerciantes cuando intervenían en operaciones comerciales. Esto supone también una cierta «objetivación» del sistema, pues, como señala Vivante , la ficción adoptada ayudó a extender el derecho especial de los comerciantes a todos los actos de comercio, cualquiera que fuera su autor. Con ello se abrió la puerta al llamado sistema objetivo, y según palabras del Profesor Polo, se inició la desviación de la doctrina respecto al problema.
La revolución política y económica que sufrió Europa en el siglo XVIII, culminando en la Revolución francesa, supuso un profundo cambio en el rumbo legislativo de la mayoría de los países. Se inicia el gran movimiento codificador, y con él la abolición de cualquier sistema de privilegios, como lo constituían, por ejemplo, los Estatutos de los gremios de comerciantes. Surgió entonces la necesidad de desvincular el acto de comercio de la persona del comerciante, formulando el concepto de acto de comercio objetivo. Pero ni el Código Napoleónico, ni los posteriores que siguieron sus directrices, consiguieron la formulación de dicho concepto . Porque, como dice acertadamente Rubio, «no es posible una abstracción total de los actos de comercio con absoluta desvinculación de quien los realiza», como tampoco es posible caracterizar la actividad de un determinado sujeto, prescindiendo absolutamente de la naturaleza de dicha actividad.
En nuestro país, las leyes mercantiles, producto de la época en que se promulgaron, optaron por el sistema objetivo para la delimitación de la materia comercial. El Código vigente proclamaba ya su objetividad en la Exposición de Motivos a, señalando con énfasis sus radicales diferencias con el Código anterior de 1829. Pero como dice Garrigues, si se examinan los dos comparativamente, veremos que el criterio adoptado es el mismo (lo cual no deja de ser lógico, dado que ambos se inspiraron en el Código francés de 1807), con la única diferencia de que la tendencia objetiva del Código derogado se manifestaba en la esfera jurisdiccional.
El Código actual, pese a que renuncia a dar una definición o enumeración de los actos de comercio, pone de manifiesto en su artículo 2.° que todo su sistema gira en torno a los mismos; aunque luego su articulado contradiga frecuentemente esta declaración de objetividad. Tengamos presente que en numerosos casos, en particular cuando se trata de diferenciar un acto mercantil de su correspondiente civil, recurre el Código de Comercio al dato de la participación de un comerciante, con lo cual se introduce de nuevo el elemento subjetivo. A tal efecto señala Garrigues que el sistema del Código es híbrido, porque tanto si define a los actos de comercio partiendo de su «naturaleza», como si define actos subjetivos, se olvida de que el acto para ser calificado de mercantil debe pertenecer a la serie orgánica de una explotación económica . Observación cuya importancia no podemos por menos que destacar.
Es fácil, pues, darse cuenta de las dificultades que entraña acotar o definir la materia mercantil, dada esta amalgama de elementos personales y negociales que intervienen en los actos de comercio, tanto en los sistemas de carácter predominantemente subjetivo como objetivo. Tampoco resulta sencillo hacerlo a la luz de las teorías científicas más recientes basadas en el profesionalismo, y a las cuales no podemos dejar de referirnos a continuación.
Heck fue el primero (en 1902) en dejar de lado el examen del contenido típico de un acto para calificarlo de mercantil, y lo hizo basándose en el modo de ejecutarlo. Para este autor el ejercicio en masa de los actos es lo que les confiere su carácter de mercantiles. El acto de comercio, pues, no se da aislado ni constituye fin en sí mismo, sino que es un eslabón de una serie repetida de actos. Señala Polo que el mérito de Heck estriba en haber resaltado que «aquel tráfico en masa, aquel ejercicio reiterado de actos tradicionalmente calificados como mercantiles, no era concebible sin una organización adecuada que hiciera posible su celebración».
Años después Locher añade a la tesis de Heck la idea de organización, por considerarla indispensable para permitir una libertad de movimientos al comerciante, objetivo del tráfico en masa. Gordon considera que la esencia del comercio radica en que sus operaciones se ejecuten profesionalmente, formando parte del círculo de actividades de una empresa. En Francia se va abriendo paso la teoría del Derecho Mercantil como derecho de los negocios, considerando como acto de comercio a toda actividad, desvinculada de quien la realiza, pero enlazada con la vida de los negocios.
Vemos que poco a poco se va abandonando la concepción del Derecho Mercantil como derecho regulador de los actos objetivos de comercio, y se va abriendo paso la consideración del mismo como derecho de la organización económica profesional. De este modo surge el concepto de la Empresa, entendida como forma de organización de los distintos factores de la producción — capital y trabajo —, como nuevo criterio ordenador de la materia mercantil. Primero Wieland y más tarde Mossa fueron los pioneros de la doctrina de la empresa. Para Mossa la noción del Derecho Mercantil como derecho de la empresa es la única que responde a una estructura realista adaptada a la situación presente de la vida económica . Y el concepto de empresa es el único que permitirá devolver su carácter profesional — el que originariamente tuvo — al Derecho Mercantil, justificando además su especialidad y autonomía.
Esta teoría (a nuestro juicio de gran importancia para la vida actual) tuvo y tiene sus defensores y detractores (pese a que la polémica parece virtualmente superada por abandono de Asquini, el más feroz contrincante de sus partidarios). En nuestra patria quien con mayor ardor y brillantez la ha expuesto y defendido es el Profesor A. Polo. Transcribimos a continuación unas palabras suyas, que no tienen desperdicio: «El Derecho Mercantil — ha dicho — es, ha sido y seguirá siéndolo un derecho de la organización económica proyectada con vistas a atender las necesidades del mercado en general; como tal es un derecho de la economía mercantil e industrial profesionalmente organizada, y siendo la Empresa la forma más actual y típica de la vida económica moderna y el núcleo actual de su organización, el Derecho Mercantil, sin dejar de ser un derecho de la organización económica, se manifiesta hoy como un Derecho regulador de las Empresas, del Estatuto profesional de éstas y de su actuación en el tráfico, utilizando unos instrumentos y unas formas contractuales que responden a las exigencias de la más moderna economía».
Desde el punto de vista de nuestro Derecho positivo, señala Polo que tanto el Código de Comercio como las leyes especiales ofrecen material suficiente, que permiten intentar la construcción del Derecho Mercantil sobre la Empresa. Garrigues (para citar a otro autor de importante peso específico), tras una fase inicial contraria a la doctrina de la empresa, la defiende luego con estas palabras: «Sólo cuando el Derecho Mercantil vuelva a ser un derecho profesional acotado por el sector económico de las empresas, volverá a ser verdaderamente un Derecho del Comercio como lo fue en sus orígenes. Es preciso cambiar totalmente el ángulo visual del Derecho Mercantil centrándolo sobre el concepto económico de Empresa» . Más adelante, sin embargo, el Profesor Garrigues experimenta nuevas reservas frente a esta teoría, y se declara partidario de la unificación del Derecho de Obligaciones, aunque manteniendo, si bien reducido, el campo de aplicación del Derecho Mercantil a la esfera de la empresa «como organización, alcanzando tanto el aspecto interno como externo, así como aquellos contratos que ontológicamente pertenecen a una empresa, de suerte que no pueden concebirse sin la participación de ella».
Tras esta breve exposición de la evolución del pensamiento de los autores respecto a qué es y qué regula el Derecho Mercantil (exposición que, repetimos, consideramos importante para nuestro comentario), podemos concluir, sin que se nos pueda tachar de aventurados, que debemos aceptar la teoría de la empresa como la que mejor responde a las características de la vida económica de nuestros días. Y por tanto, creemos que siempre que un acto pertenezca a la serie orgánica de actos propios del tráfico de una Empresa, podrá ser calificado de mercantil.
CALIFICACIÓN DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA
Hechas las anteriores consideraciones, procederemos ahora a calificar el contrato de compraventa — como civil o mercantil — celebrado entre E.S.A. y don Alberto.
Sabemos que en nuestro Ordenamiento un acto se considerará mercantil cuando lo señale el Código de Comercio o alguna ley especial, y si no lo dicen expresamente, cuando pueda calificarse como tal de acuerdo con el procedimiento de analogía que permite el artículo 2.°, par. 2.° del citado Código. En la Exposición de Motivos se declara que la inclusión de este sistema analógico se debe a la razón de que se considera mejor y más flexible que un sistema enumerativo de los actos de comercio, y también a que el intento de dar una definición de los mismos por parte de los autores nunca ha resultado satisfactorio. En efecto, se han utilizado fórmulas basadas en criterios tan dispares como subjetivos, objetivos o formales, o bien en notas tradicionalmente consideradas como privativas del acto de comercio... así la circulación y el cambio, la especulación, el fin de lucro, la habitualidad, el profesionalismo. Pero siempre estas definiciones han resultado insuficientes y peligrosas. En consecuencia, le pareció mejor a nuestro legislador posibilitar la utilización de un criterio de analogía por parte de los comerciantes, en primer lugar, y en segundo término, de los Jueces y Magistrados, en cuyo buen sentido se confía.
No vamos a discutir ahora el acierto o desacierto de tal fórmula, Langle señala que la mayor parte de los mercantilistas la han censurado, por cuanto juzgan que con ella no se resuelve el problema de delimitar exactamente cuándo un acto es mercantil o no. Y a tal efecto añade que no existen reglas concretas para determinar la analogía, que hay contratos civiles de caracteres muy similares a los comerciales, que el Código de Comercio no incluye los requisitos que debe reunir un acto para considerarlo mercantil. Todo ello es cierto, pero es así, y pensemos que cualquier otro de los criterios adoptados por las legislaciones positivas de otros países tampoco se hallan exentos de críticas.
Para resumir brevemente lo dicho, podemos repetir que en el Ordenamiento español no sólo será mercantil el acto que esté regulado por el Código de Comercio o por alguna ley especial, sino que también lo será el que asi sea considerado por comerciantes y Tribunales. El Supremo ha sentado ya doctrina al respecto con palabras como éstas: «es cuestión de hecho y de la apreciación del Tribunal sentenciador decidir si tienen o no el concepto de mercantiles ciertos actos» Y tiene declarado que el criterio de analogía se aplica siempre que el acto a considerar tenga semejanza o afinidad con otro ya regulado, de modo que puedan equipararse sin interpretación violenta ; como también se aplicará — ha dicho — siempre que se trate de un acto que pertenezca a la explotación de una empresa comercial organizada, a su complejo de operaciones, teniendo en cuenta el volumen del negocio y su repercusión en orden a su trascendencia jurídica . Otros índices que ha utilizado la jurisprudencia para resolver este problema, son los ya mencionados de profesionalidad, habitualidad, circulación de riqueza, especulación, conexión con otro acto mercantil .
No se nos ocultan las dificultades con que deben de tropezar los Tribunales en su apreciación de cada caso concreto, por cuanto, debido a esta carencia de un concepto unitario del acto de comercio en Derecho español, deberán recurrir a los criterios que les suministra la doctrina. Criterios que han prevalecido, ora unos ora otros, a lo largo de la historia jurisprudencial. Parece ser, sin embargo, según señala Garrigues, que va destacándose, en los últimos tiempos, como criterio diferenciador el de ia finalidad del acto, el de su pertenencia a la explotación del negocio.
Pasemos ahora a examinar el caso concreto que nos ocupa, es decir, el del contrato de compraventa celebrado entre demandante y demandado, por medio del cual se vendió un terreno por un precio de 1.750.000 ptas. A nuestro comentario interesa dilucidar si se trata de una compraventa civil o mercantil, pues este contrato está sometido en nuestro Ordenamiento a una doble regulación.
El Código de Comercio, en su artículo 325, dice así: «Será mercantil la compraventa de cosas muebles para revenderlas, bien en la misma forma que se compraron, o bien en otra diferente con ánimo de lucrarse en la reventa». No da, por tanto, una definición del contrato de compraventa, ni en los artículos posteriores se incluye una regulación completa del mismo (hay que acudir al Código Civil), pese a la importancia que este contrato ha tenido en todos los tiempos, por ser considerado como «figura típica de la actividad comercial». En realidad, lo que contiene el Código de Comercio al respecto son algunas singularidades frente a la regulación civil.
En consecuencia, ante un determinado contrato de compraventa habrá que dilucidar si es civil o mercantil, aplicando los criterios que según la opinión de la doctrina, caracterizan a este último. Langle, por ejemplo, señala que la compraventa mercantil constituye un acto de intermediación en el cambio, mientras que la civil es un acto de consumo ; y añade que se reconoce su comercialidad a través de la intención con que el agente procede.
Volvamos ahora al transcrito artículo 325 del C. Co., y podremos comprobar que, aparte de mostrarse fiel al sistema objetivo pues no menciona expresamente a la persona del comerciante, destacan en el mismo tres notas: la naturaleza mueble de la cosa, la intención de revenderla y el ánimo de lucrarse en la reventa. Sin embargo, no es posible interpretar este artículo literalmente dada la estrechez evidente de sus límites, y entonces habrá que entender que dentro de él caben cuantas compraventas merezcan la calificación de mercantiles, en virtud de la teoría general sobre los actos de comercio contenida en el art. 2.°.
Teniendo, por tanto, presente la necesidad de aplicación del principio de analogía del art. 2.°, pasaremos a examinar con una luz nueva las mencionadas notas que se destacan del artículo 325. Por lo que a la naturaleza mueble de la cosa se refiere, sabemos que históricamente no se concebía otro objeto del contrato de compraventa mercantil que no fuesen los bienes muebles (carácter que tienen las mercaderías). Pero hoy es criterio unánime de la doctrina la admisión de toda clase de objetos, así muebles e inmuebles, dinero, buques, aeronaves, semovientes, universalidades, cosas incorporales y derechos. Porque, como dice Langle, la especulación se va extendiendo más y más a cuanto puede proporcionar rendimientos. Y, por otra parte, el principio de analogía del art. 2.° nos permite esta ampliación de la gama posible de objetos, de entre los cuales nos interesa considerar aquí los bienes inmuebles (puesto que un inmueble fue el objeto de la compraventa motivo del litigio). Ya en la propia Exposición de Motivos del Código se alude a la cuestión, señalando que es una de las reformas que se pretende acometer (reforma no llevada a cabo), por cuanto en el Código de 1829 se negaba el carácter mercantil a las compraventas de bienes raíces y cosas afectos a éstos. Y tras señalar que este principio no puede admitirse como absoluto, declara: «Esta calificación dependerá de las circunstancias que concurran en cada caso, la cual harán los Tribunales, aplicando los principios generales sobre la naturaleza de los actos de comercio. Y para que no sea obstáculo a la decisión judicial el texto del Código vigente, que cierra la puerta a toda interpretación, el Proyecto ha prescindido de él al redactar nuevamente las reglas especiales sobre este contrato». Cabe destacar la importancia de estas palabras, pues suponen que el Código actual no excluye la compraventa mercantil de inmuebles, como hacía su predecesor; y aunque tampoco la regula de modo expreso, sí deja una puerta abierta a su admisión por parte de comerciantes y Tribunales. Polo afirma que el legislador no sólo señala la posibilidad sino la obligación del juzgador y del intérprete de acudir a la teoría general de los actos de comercio, cuando el supuesto de compraventa cuya comercialidad se discuta no quepa en los estrechos moldes del art. 325 C. Co.
Consideremos ahora el doble elemento intencional de propósito de revender y ánimo de lucrarse en la reventa. El Código concede especial importancia al animus del comprador, y a su vez la jurisprudencia se viene refiriendo a él en numerosas sentencias, por cuanto se considera un elemento cualificativo del contrato . Lo que resulta difícil es averiguar cuándo existe este ánimo de revender con lucro, pues ello no parece posible sino cuando efectivamente se realice la reventa. Sin embargo, pueden utilizarse ciertos elementos indicativos que permitan presuponerlo. Así si el que efectúa la operación es un comerciante —individual o social —, entonces el propósito de revender aparece manifiesto por cuanto ésta es su ocupación habitual, es decir, el comprar para volver a vender constituye el tráfico de su empresa . Pero si no aparece un índice tan revelador como la figura del comerciante, entonces el problema se complica, y entonces quizá sí que haya que acudirse a los hechos posteriores a la operación, como dice Langle, para comprobar si demuestran el «objeto directo y preferente de traficar» de la compraventa.
Por lo que a la finalidad de lucro se refiere, coinciden los autores en afirmar que no es privativa del contrato de compraventa, sino que es una característica que suele darse en todos los actos de comercio en general, aunque tampoco de modo exclusivo.
A continuación pasaremos a abordar un problema muy debatido por la doctrina, y muy interesante y útil para el comentario que nos ocupa. Se trata de la mercantilidad de la reventa en sí. Es decir, del acto en que se vuelven a vender las cosas compradas con anterioridad con ánimo de hacerlo. Coinciden la mayoría de autores en afirmar que el art. 325 no la consagra de un modo expreso, pero sí, en cambio, admiten que pueda deducirse por vía de interpretación. En este sentido, Garrigues considera que será mercantil dicha reventa (teniendo en cuenta el número 4 del art. 326 (C. Co.) si el comprador —y consiguiente revendedor — es comerciante, pues no sería lógico afirmar que es mercantil la reventa del resto de los acopios que hizo un comerciante para su consumo — deducción a contrario sensu del número 4 del art. 326 —, y negar que lo sea la reventa que este mismo comerciante haga de las cosas compradas precisamente con el ánimo de revenderlas. Langle se decanta también por admitir la mercantilidad de la reventa, considerando que con ella se consuma el proceso de especulación iniciado con la compra. Estima dicho autor que «compra y reventa están ligadas entre sí como actividad de cambio en conjunto». Pero es el Profesor A. Polo quien, con más extensión y brillantez, ha defendido esta tesis en un artículo publicado en la Revista de Derecho Privado de 1945, como comentario a una sentencia del Tribunal Supremo. En primer lugar, se plantea el autor una serie de problemas, que luego va a desarrollar y resolver, y que en síntesis son: el alcance e interpretación del artículo 325 C. Co., su compatibilidad con el art. 2, par. 2.° del propio C. Co., y la posibilidad, a la luz de las notas consideradas como características del acto de comercio por la doctrina y jurisprudencia, afirmar el carácter mercantil de la reventa de las cosas compradas previamente con la intención de revender con lucro; y finalmente se plantea la cuestión de que, en caso de que la reventa sea sólo mercantil para el vendedor (acto de comercio mixto), cuál debe ser la legislación aplicable. A continuación, tras realizar un análisis histórico del contrato de compraventa mercantil y resumir la posición de la doctrina y jurisprudencia al respecto, procede el Profesor Polo al desarrollo y comentario de los problemas inicialmente planteados. Afirma Polo que la calificación mercantil de la reventa «está contenida explícita o implícitamente en el texto del art. 325 C. Co., y constituye un presupuesto lógico de la declaración que en él se contiene» 43. Y argumenta, entre otras cosas, que sólo a través de la reventa y de la organización externa que la misma requiere, se podrá averiguar la mayoría de veces la existencia del elemento intencional característico de la compra, así como el ánimo de lucro (requisitos exigidos por el art. 325 C. Co.); y afirma también que «en la reventa se cumple y consuma la función intermediaria, universalmente asignada al comercio, de la cual la compra anterior es simple antecedente». Tampoco tendrían sentido las excepciones de los números 3 y 4 del art. 326 C. Co. , si no se considerara incluida la reventa en la calificación mercantil del art. 325. Y por otra parte — añade Polo —, la reventa constituye un claro exponente del ejercicio habitual del comercio, requisito que exige el art. 1.° C. Co. para cualificar a una persona como comerciante. El ejercicio habitual del comercio supone realizar profesionalmente una serie de operaciones, de entre las que destaca indudablemente — además de la compra para revender — la propia reventa.
El otro aspecto analizado por el Profesor Polo, una vez examinadas las posibilidades ofrecidas por el art. 325 C. Co., es la mercantilidad de la reventa como calificación conseguida a través de la aplicación de la teoría general de los actos de comercio. Ya hemos visto anteriormente —cuando hablábamos de la comercialidad de la compraventa de inmuebles—, que la propia Exposición de Motivos del Código aconseja acudir a los principios generales sobre la naturaleza de los actos de comercio, para dilucidar cualquier supuesto concreto no regulado expresamente por la ley, pero en el que concurren notas de comercialidad que permitan su calificación por analogía. Y aunque Polo recuerda la imposibilidad de llegar a un concepto unitario del acto de comercio , repite las notas que, según la doctrina y jurisprudencia le son más características, y demuestra cómo dichas notas concurren en el acto de la reventa .
Un último punto nos interesa comentar aquí. Se trata del problema de los actos mixtos o unilateralmente mercantiles, es decir de aquéllos que únicamente son comerciales para una parte. ¿Cuál será en este caso la legislación aplicable? ¿Es posible escindir un acto, aplicando a una parte el Derecho Civil y a la otra el Mercantil? No creemos que sea posible. Ya Vivante señalaba la necesidad de mantener la unidad del acto, aplicando una ley única , y ésta es hoy en día la opinión dominante de la doctrina, pese a haber sido una cuestión muy debatida en el pasado siglo. Entre nuestros autores Garrigues aborda magistralmente el problema, declarando que no parece lógico partir en dos mitades cada acto de comercio mixto, y que, por tanto, habrá que aplicar una sola ley, la civil o la mercantil. A tal efecto dice Garrigues: «En los actos mixtos se plantea un conflicto entre Derecho Mercantil y Derecho Civil, cuya solución afecta a la existencia misma del Derecho Mercantil, porque la casi totalidad de los actos de comercio son actos mercantiles sólo para una de las partes, en razón a que la actividad del comerciante es una actividad de mediación entre no comerciantes». Pensemos entonces que, si se opta por la aplicación de la ley civil, el Derecho mercantil queda reducido a un derecho de clase, regulador únicamente de las relaciones entre comerciantes; perdería su sustantividad como Derecho especial de los actos de comercio, y «ésta sólo puede salvarse — sigue diciendo Garrigues —, sometiendo los actos mixtos al Código de Comercio y a las leyes mercantiles». Lo cual, por otra parte, no presenta problemas en nuestro Ordenamiento, puesto que el Código de Comercio en su art. 2.° dispone expresamente: «Los actos de comercio, sean o no comerciantes los que los ejecuten, y estén o no especificados en este Código, se regirán por las disposiciones contenidas en él; en su defecto por los usos de comercio observados generalmente en cada plaza, y a falta de ambas reglas, por las del Derecho común». Es decir, todo acto de comercio cae bajo la esfera del Código de Comercio, sin excepción ninguna en favor de la parte para quien el acto sea civil. Y pensemos que, cuando la ley mercantil quiere excluir un acto mixto de su jurisdicción, lo hace de modo expreso (por ejemplo, en el art. 326).
Polo se adhiere a la opinión de Garrigues. Langle defiende la misma tesis, señalando que «nada sería más ajeno al pensamiento del legislador español que reducir el Derecho Mercantil a una ley para los comerciantes en sus mutuas relaciones»; lo cual ocurriría si se aplicase la ley común a los actos mixtos. Por su parte, Rubio afirma que el Código de Comercio «tiñe de mercantilidad el acto entero» , y que el acto será comercial para todos cuantos en él toman parte.
Creemos que la postura de la doctrina es clara respecto a este problema, y creemos además que está fundamentada en la ley. Con estas premisas, pues, en la mano, pasaremos a analizar el supuesto concreto que aparece en la Sentencia comentada.
¿De qué clase era el contrato de compraventa celebrado entre los litigantes? ¿Se trataba de una compraventa civil o mercantil? Como datos a tener en cuenta para proceder a su calificación, sabemos que una parte — el vendedor — era comerciante (una sociedad anónima), la otra un particular, y el objeto de la convención un bien inmueble A la luz de las teorías expuestas más arriba, hemos visto que nada se opone a la admisión del carácter mercantil de la compraventa de inmuebles (esto por lo que al objeto se refiere). Ahora bien, ¿concurre el doble elemento intencional — propósito de revender y ánimo de lucro — exigido por el art. 325 C. Co. para dotar de mercantilidad a la compraventa? No hay duda de que existe por lo que a la parte vendedora E. S. A. se refiere, pues precisamente su objeto social lo constituye «la construcción, compraventa, explotación y administración de fincas, y cualquier otra operación sobre la propiedad inmobiliaria». Es decir, el comprar y el vender forma parte de su tráfico de empresa, lo cual constituye un índice revelador de la existencia de la intención de revender y de lucrarse en la reventa. Desde el punto de vista, por tanto, del acto de comercio objetivo, éste reúne las notas necesarias para ser considerado como tal. Pero es que, además, no podemos dejar de tener en cuenta el carácter mercantil de estas compraventas efectuadas por E.S.A., por pertenecer a su tráfico de empresa, a la serie de actos constitutivos de su actividad económica organizada.
Por otra parte, la mercantilidad de la reventa en sí — que es el acto que en el contrato se realizó, puesto que E. S. A. había adquirido con anterioridad la finca con ánimo de revenderla, cosa que hizo a don Alberto —, ha quedado ya suficientemente demostrada. Y otro aspecto, el último a considerar, es el carácter de acto mixto de esta compraventa, puesto que era sólo mercantil para la parte vendedora. También hemos visto que tales actos deben someterse en bloque al Código de Comercio. Por tanto, resulta evidente que adóptese una teoría u otra, utilícese un índice u otro, el contrato de compraventa motivo del litigio es de carácter mercantil.
RESCISIÓN POR LESIÓN
Se hacía imprescindible llegar a una calificación del contrato de compraventa, dado que la parte vendedora solicitó la rescisión del mismo por lesión ultra dimidium. Y ocurre que, si bien la Compilación de Derecho Civil Especial de Cataluña otorga la posibilidad de ejercer esta acción en su artículo 323, existe otro precepto en el Código de Comercio que la prohíbe expresamente para el supuesto de que se trate de una compraventa mercantil. Y en tal caso creemos que prevalece la ley especial sobre la general por lo que a la materia a ella sometida se refiere, pese a que dicha ley general sea posterior (como ocurre en el caso de la Compilación) .
Respecto a la cuestión que tratamos, señala el Código de Comercio en su artículo 344, par. l.° que «no se rescindirán las ventas mercantiles por causa de lesión». El precepto es tajante y su razón de ser perfectamente comprensible, dado el campo de aplicación del Derecho Mercantil. Piénsese en la inseguridad que originaría al tráfico comercial la posibilidad de ejercitar la acción de rescisión, el entorpecimiento en la rapidez que sus operaciones requieren, el quebranto que sufriría el proceso económico
Langle considera que otra razón importante de la existencia de este precepto, consiste en que el hecho de que sea justo no constituye un requisito esencial del precio, en particular en la esfera mercantil; amén de las dificultades que encierra el determinar el valor exacto y verdadero de las cosas . La conocida y tantas veces repetida frase del Profesor A. Polo: «Una cosa vale cuanto se da por ella», es un principio que conviene tener presente a la hora de apreciar el sentido de la norma contenida en el art. 344 del Código de Comercio. La prohibición es absoluta, pero no olvidemos que sus efectos se atenúan algo a tenor del párrafo 2° del mismo artículo, y que dice así: «pero indemnizará daños y perjuicios el contratante que hubiere procedido con malicia o fraude en el contrato o en su cumplimiento, sin perjuicio de la acción criminal». No hay duda de que el contrato queda subsistente (lo cual, según Langle revela que no se alude al «dolo causante»), pero el comprador no queda indefenso ante la mala fe o el engaño.
Teniendo, por tanto, presentes estas consideraciones, podemos llegar a la conclusión que nos proponíamos al iniciar este comentario. Y se trata de que, puesto que en el epígrafe anterior hemos calificado como mercantil el contrato de compraventa celebrado entre E. S. A. y don Alberto, la parte vendedora no podía ejercitar la acción de rescisión por lesión; y en consecuencia, tenían los Tribunales, en este aspecto, motivo legal suficiente para denegar la demanda.
PRUEBA DE LOS LIBROS DE COMERCIO
Sin embargo, el Tribunal Supremo, sin tener en absoluto en cuenta la calificación del contrato de compraventa, denegó el ejercicio de la acción de rescisión por lesión, basándose en el valor probatorio de los libros de comercio de la sociedad demandante.
Ya la Exposición de Motivos del Código de Comercio señala que «los libros de comercio constituyen uno de los principales medios de prueba en asuntos mercantiles». Y de hecho sabemos que la contabilidad de las operaciones comerciales es una práctica que se ha realizado desde antiguo por quienes se dedican a esta profesión, pues ello responde a sus propios intereses y también a los de terceros. En la actualidad, el llevar libros de comercio constituye para el comerciante una obligación impuesta por la ley, fundamentada precisamente en la protección de los intereses de esos terceros que se relacionan con él.
El Código de Comercio español consagra su Título III a la regulación de los libros y de la contabilidad del comercio (arts. 33 al 49); pero recientemente han sido modificadas sus disposiciones por la Ley de 21 de julio de 1973, cuya promulgación ha tenido por objeto «superar la rigidez excesiva del Código y adaptar las nuevas normas a las circunstancias de cada clase de comerciante o empresario mercantil». Hecha esta salvedad, basaremos nuestro comentario en el articulado del Código, por cuanto regía aún cuando se dictó la Sentencia, sin que ello obste a que hagamos referencia cuando venga al caso y en notas a pie de página, a las modificaciones de que ha sido objeto.
El art. 33 del C. Co. enumera los libros que necesariamente deberán llevar los comerciantes (sin perjuicio de los que se les pueda además exigir en casos especiales); pero además de éstos que son preceptivos, el art. 34, par. 1.º dice que «podrán llevar los libros que estimen convenientes, según el sistema de contabilidad que adopten» e.Ya continuación exige el Código una serie de requisitos de forma (indispensables para los libros necesarios y facultativos para los voluntarios), así como su legalización , cuya justificación doctrinal la ve Langle en el valor probatorio que la ley les reconocerá. Opina el autor que dichos requisitos no son necesarios en aquellos países cuyas legislaciones confían el valor probatorio de los libros al criterio judicial, y no lo consagran expresamente en sus normas .
Efectivamente, nuestro Código establece incluso una graduación de la fuerza probatoria de los libros de los comerciantes en su art. 48, de cuya lectura pueden extraerse varios principios. En primer lugar, vemos que dichos libros constituyen una prueba contra el comerciante, por cuanto se equiparan a una confesión extra-judicial del mismo referente a los hechos relativos a su negocio (véase art. 1.232 del C. C); y además una prueba que debe considerarse como un todo indivisible (al igual que señala el art. 1.233 C. C), ya que no le es dado al adversario aceptar los asientos que le son favorables y desechar los desfavorables, sino que debe aceptarlos en conjunto. Por otra parte, dicha prueba «no admite prueba en contrario»; así lo señala tajantemente el art. 48 C. Co., mostrando una severidad que, como dice Langle, es contraria a la razón, a la tradición y a otras legislaciones. Pensemos que la confesión puede devenir ineficaz, si se demuestra haber incurrido en error de hecho (art. 1.234 C. C); pero esta contraprueba le está vedada al comerciante respecto a sus libros, lo cual puede llevar a la conclusión que señala Garrigues de que «los únicos errores irreparables son aquéllos que se anotan en los libros de comercio» . No creemos que éste haya sido el propósito del legislador, y nos adherimos a la opinión de los autores que abogan porque el comerciante pueda considerar nulo alguno de los asientos de sus libros en caso de error o vicio del consentimiento. Pero no debemos olvidar que esto quedará siempre al arbitrio judicial, como en definitiva ocurre con la confesión extrajudicial (art. 1.239 C. C).
Los libros de comercio constituyen también prueba a favor del comerciante (art. 48, núm. 2 y 3), contra su adversario que no los lleve en forma legal o que no los presente o manifieste no tenerlos. Excepción notable al principio de que «nadie puede crear un título a su propio favor», y que Garrigues justifica en que los comerciantes anotan sus asientos, no con fines ulteriores de prueba, sino para obtener una visión exacta de la marcha de su negocio, y en la razón, además, de que cualquier inexactitud, deliberada o no, en las anotaciones contables, repercutiría en seguida en todo el sistema de la empresa. Por otra parte, esta presunción de prueba a favor del comerciante sí puede destruirse por prueba en contrario, como se deduce del texto legal. Aunque, en definitiva, repetimos que será el Juez quien apreciará a su criterio las pruebas y contrapruebas aducidas por las partes.
Sentado pues el valor probatorio de los libros de comercio, veamos qué es lo que prueban. Sabemos que lo que aparece en ellos son meros asientos contables y éstos, como ha afirmado reiteradamente la jurisprudencia, carecen de sustancia jurídica, no acreditan hechos jurídicos ni derechos, sino únicamente hechos materiales. No son los contratos los que se llevan a los libros, sino las prestaciones patrimoniales que de ellos se derivan. A este respecto ha dicho el Tribunal Supremo: «Estos medios probatorios — los libros de comercio —... acreditan tan sólo hechos que sirven de base a presunciones o conjeturas...» (S. 11 nov. 1895); «Esta Sala no ha desconocido el valor y eficacia probatoria de los asientos de los libros, lo que es independiente del concepto jurídico que revela el hecho de haberse consignado en ellos las aportaciones sucesivas de A, sin haberse llegado a constituir sociedad...» (S. 11 feb. 1899); «... y como de los aludidos libros, a fuerza de auténticos citados, no consta, cuál sería necesario, de manera clara y manifiesta, que el contrato negado por el Tribunal a quo se celebra...» (Sentencia de 6 de julio de 1927) . En la Sentencia de 21 de octubre de 1943 declara: «Los asientos de los libros de contabilidad de los comerciantes no reúnen tales condiciones (las que requieren los documentos privados), ya que los contratos no son objeto de asientos en dichos libros; el valor probatorio de éstos, regulado por preceptos especiales, no alcanza a acreditar directamente actos jurídicos, sino hechos materiales de carácter patrimonial» . Y en la S. 26 febrero 1945 dice: «Los asientos de los libros de los comerciantes carecen de sustancia jurídica, por lo que el traspaso de propiedad no puede depender de que figure en ellos la operación de que se trata»; en S. 5 octubre 1957: «... el Balance sólo da cifras y no conceptos»; más recientemente la S. 12 marzo 1963, afirma que «los libros de comercio no prueban la existencia de los contratos».
También nuestros autores se adhieren a la opinión de la jurisprudencia. Garrigues, por ejemplo, señala que los libros de los comerciantes acreditan hechos y modificaciones de carácter patrimonial, no hechos jurídicos directamente; para él los contratos no son nunca objeto de asiento, sino las prestaciones patrimoniales contenidas en ellos. Pero añade, y esto es importante, que por vía de deducción es posible remontarse al contrato causante de la prestación . Polo declara que «si el fin de la contabilidad y el objeto de sus asientos no es el registrar contratos ni actos jurídicos, sino hechos materiales de valor patrimonial, parece evidente que no puedan obtenerse de los asientos más consecuencias que las que realmente deriven de esta finalidad, sin otorgar a los mismos fuerza creadora alguna y mucho menos constitutiva de relaciones jurídicas . Uría, en cambio, discrepa en algo de estas opiniones, ya que para él «las operaciones mercantiles en un conjunto de cuentas no es un hecho de carácter puramente aritmético, sino que puede generar determinadas consecuencias de orden jurídico» . Para Uría, si bien es cierto que el contrato no se lleva a los libros, su ejecución sí; pues al recoger los asientos las prestaciones que se hacen las partes en cumplimiento de un contrato, prueban hechos que tienen efectos jurídicos, prueban, en definitiva, hechos del tráfico, que, como tales, entrañan para las partes dichos efectos.
Dos últimas cuestiones quedan para examinar. La primera se refiere a la eficacia, en orden a la prueba, de los libros auxiliares del comerciante, es decir, de aquéllos que la ley le permite nevar sin las formalidades prescritas por el artículo 36 C. Co. Es evidente, que siempre tendrán preferencia, como medios de prueba, los libros obligatorios que estén legalizados y reúnan los requisitos exigidos por la ley, pues así se desprende del texto del art. 48 C. Co.71; pero los auxiliares no deberán ser desdeñados a priori por el Juez, quien deberá apreciarlos según su prudente arbitrio, situándolos en el contexto del conjunto de libros del comerciante (en este sentido, ver las sentencias de 19 octubre 1896 y 3 febrero 1961).
El segundo y último problema lo constituye el dilucidar en qué clase de controversias tendrán eficacia probatoria los libros de comercio. Es decir, si podrán aportarse como medio de prueba sólo en los litigios entre comerciantes, o bien se admiten también en las contiendas en las que una parte es civil y la otra comerciante (actos mixtos), o en las que se refieren a asuntos de carácter civil exclusivamente.
El Código de Comercio de 1829 sólo admitía la prueba de los libros de comercio en los litigios entre comerciantes y para asuntos mercantiles. El actual nada dice al respecto, pese a que ciertamente las reglas del art. 48 hacen referencia constante a los comerciantes; pero lo cierto es que aquella disposición ha quedado suprimida.
Por lo que a las contiendas judiciales entre comerciantes y no comerciantes se refiere, es opinión de la doctrina que los libros de comercio constituyen uno más de entre los medios de prueba que reconoce nuestro Derecho, cuya valoración compete a los Tribunales (lo mismo puede decirse respecto a los asuntos civiles). Garrigues cree que no hay problema en admitir la prueba contra el comerciante aún en asuntos no mercantiles, o en los que una de las partes es civil. En cambio, estima que la prueba a favor del comerciante sólo puede admitirse en asuntos entre comerciantes y de carácter mercantil, por cuanto supone un privilegio. Por su parte, Langle señala que, en ningún caso, la prueba de los libros de comercio debe ser desdeñada, y que lo fundamental es la apreciación judicial de la misma Tras estas consideraciones, podemos examinar el fallo del Tribunal Supremo respecto al caso que nos ocupa, fallo que, como sabemos, se basó en el valor probatorio de los libros de comercio de la sociedad demandante. Se aportaron en juicio los libros Diario, Mayor y de Cuentas Corrientes, en los que figuraba el asiento de 1.750.000 ptas., precio que fue alegado como objeto de la compraventa, y que constituía la prestación patrimonial que debía efectuar don Alberto a cambio de la percepción del inmueble vendido. La realidad del contrato de compraventa, la cual, como hemos visto no podían probar los libros, no constituía el motivo del litigio; lo que se discutía en él era la ejecución de la prestación de la parte demandada, y esto sí podían probarlo los asientos contables, como en realidad sucedió. En ellos aparecía la cantidad de 1.750.000 ptas., y el Tribunal Supremo, apreciando la eficacia probatoria de los libros presentados (obligatorios y auxiliares) en su conjunto, y pese a tratarse de una contienda en la que sólo una parte era comerciante , juzgó a su libre y prudente criterio, que don Alberto había realizado la prestación patrimonial a que estaba obligado, y que, evidentemente, la cantidad pagada había sido la que figuraba en los libros.